En los primeros años de mi estadía en México fui invitado el 19 de agosto de 1984 a un encuentro de dos días en homenaje a José Agustín (1944-2024), leyenda con rango de estrella de rock, quien desde antes de cumplir veinte años se había había convertido en ídolo de la juventud. Con piel broncínea, delgado, bajo de estatura, irreverente, hiperactivo, luciendo gafas y mechón adolescente, este joven de clase media lideraba el movimiento de la literatura de la Onda, con influencias de los beatniks, el rock y el espíritu de las juventudes occidentales que hicieron estallar las tradiciones culturales, sociales y literarias.
Tal vez porque era uno de los pocos extranjeros presentes me pusieron a la hora del almuerzo en la mesa central frente a José Agustín y su esposa Margarita Bermúdez, con quien vivió casi toda la vida, y al lado de varios autores alternativos y tímidos que seguían el camino del ídolo desde posiciones marginales y rebeldes. En un hotel campestre de los tiempos de Malcolm Lowry, hermano del mítico Hotel Casino de la Selva que aparece en Bajo el volcán, transcurrieron aquellos felices dos días en compañía de los más promisorios autores de las nuevas generaciones y algunos jóvenes clásicos que ya se nos han anticipado al viajar al más allá como los narradores y amigos Guillermo Samperio y Daniel Sada.
Entre vagos recuerdos percibo al ensayista y poeta Evodio Escalante a mitad de la noche tocando el piano y dándonos un execelente concierto de jazz, mientras pasaban de mano en mano las copas de tequila.  Aquel encuentro hace ya parte de la arqueología de una generación y algún día aparecerán las crónicas y las fotos de ese feliz ágape en torno al cual todos fuimos felices con José Agustín.      
Él hablaba rápido, era amigable como pocos, vestía de manera informal a diferencia de otros intelectuales encorbatados, reía siempre poseído por una alegría natural y a sus textos imprimía la velocidad del habla coloquial utilizada en las clases medias estudiantiles y de izquierda de la Ciudad de México. Sus libros se agotaban en ediciones de decenas de miles de ejemplares y cuando se presentaba en público era rodeado por centenares y miles de estudiantes y colegialas que se iniciaban en la lectura con libros que les contaban las penas y las esperanzas de aquella idílica primera edad en que todo parece luminoso aunque sea terrible. Entre sus libros figuran La tumba (1964), De perfil (1966), Inventando que sueño (1968), Ciudades desiertas (1982), Cerca del fuego (1986) y la serie Tragicomedia mexicana.
Su fama llegó a lo máximo en los años 60 cuando fue encarcelado por un lío de cannabis en el Palacio de Lecumberri, donde estuvieron también presos figuras como David Alfaro Siqueiros, José Revueltas y otras grandes personalidades de la disidencia mexicana que luchaba desde la izquierda contra la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI), acusado de la mataza de Tlatelolco antes de los Juegos Olímpicos de 1968.
También su romance mediático con la cantante Angélica Maria, otro ídolo de la juventud mexicana, contribuyó a convertir al veinteañero en una estrella cuya luz nunca declinó a lo largo de las siguientes décadas, en las que escribió muchos libros, guiones, artículos, participó en programas de radio y televisión y recorrió sin cesar el país, además de vivir temporadas en Estados Unidos invitado por varias universidades donde daba clases de creación literaria.
Todo parecía pues sonreírle a este amable y talentoso autor, llamado a recibir todos los honores y homenajes en una larga y feliz ancianidad, como es tradición en México para los escritores de éxito, hasta el día en que la propia fama y la gloria en vida le hicieron una curiosa jugada que es a la vez una metáfora y un mensaje a todos los escribidores del mundo. En 2009 le realizan un homenaje en un teatro y la muchedumbre juvenil sube al escenario para abrazarlo, besarlo y pedirle autógrafos con tal ímpetu que el escritor pierde el equilibro y cae al fondo de la orquesta, dos metros abajo. Por su generosidad, José Agustín era el que menos merecía un accidente de esta índole. La caída fue tan brutal que le causó graves lesiones cerebrales por las cuales perdió segementos de la memoria.
 José Agustín residía en la misma casa de Cuautla rodeada de naturaleza que compró a su padre y donde durante más de medio siglo escribió al lado de su esposa e hijos. Murió este 16 de enero y fue en cierta forma el Andrés Caicedo de México, solo que a diferencia del colombiano, que se suicidó a los 25 años en 1977 tras publicar Qué viva la música, este amante del rock vivió hasta los 79 y dejó una vasta obra irreverente que muchas veces fue ignorada, atacada y ninguneada por el establecimiento literario oficial mexicano.