Una vez en Barranquilla, en un día canicular como los de siempre, junto al Magdalena, tuve la fortuna de conocer a Alfonso Fuenmayor, uno de los míticos miembros del Grupo de Barranquilla, en cuyo centro se formó el joven Gabriel García Márquez, un "caso perdido" que terminó convirtiéndose en una gloria mundial y nacional de la literatura.
En estos días, hablando con la gran escritora argentina Luisa Futoransky, a quien le daría ya el Premio Nobel, coincidíamos en la extraordinaria sensación que todo lector siente al leer las novelas y cuentos del oriundo de Aracataca; cuya prosa parece siempre tocada por un milagro inexplicable.
Diría que varias generaciones vivimos bajo ese embrujo durante gran parte de nuestras existencias en el siglo XX, como si estuviésemos inmersos en un inexplicable delirio, que ya pasado el tiempo, no deja de sorprendernos. Porque ese milagro no solo surge de la lectura de sus obras, sino también de su propia aventura personal, tan inexplicable como real, postrer avatar de esas figuras patriarcales que representaron naciones o lenguas como Victor Hugo, Goethe, Dickens o Tolstói.
Todo a su alrededor se convirtió en oro como en los tiempos del rey Midas y ahora que leo a Alfonso Fuenmayor de nuevo lo comprendo. En sus crónicas cuenta las aventuras iniciales del Grupo de Barranquilla; donde en los 50 del siglo XX el muchacho daba sus primeros pasos al lado de sus amigos, al mismo tiempo que vendía enciclopedias o redactaba artículos mal pagados para medios de provincia, como la fugaz publicación Crónica, creada por ellos al calor de las tertulias del bar La Cueva.
Porque no solo tuve la fortuna de conocer y hablar y compartir con el personaje glorioso ya ido como un papa hacia la penumbra del tiempo, sino con muchos de sus allegados como Álvaro Mutis, Manuel Zapata Olivella, Julio Mario Santodomingo o Alfonso Fuenmayor, a quien visité con mi amigo Ariel Castillo en su apartamento de Barranquilla.
El corpulento e inteligente Fuenmayor vivía en una cómoda residencia, un lujoso edificio con vista a la ciudad y allí revisaba la prensa mundial que le llegaba por correo y devoraba los libros que desde siempre lo apasionaron. Era un habitante tropical, lector insaciable de la gran literatura francesa, castellana y norteamericana.
Hablar con Fuenmayor en su apartamento, al calor de unos whiskies, era parte de la romería esencial, como si se tratara de visitar a uno de los apóstoles de un Cristo del realismo mágico, con el que compartieron ellos en las fiestas barranquilleras de aquel tiempo, en una primera juventud inolvidable.
El apartamento de Fuenmayor en la calurosa Barranquilla era lujoso y tenía mucha madera fina y estanterías y sofás enormes y mesas en las que reposaban las recientes novedades de la literatura y el arte. El anfitrión nos recibió con la frescura de quienes viven siempre entre en sol, el mar Caribe y la cinta plateada del río Magdalena.
Ahora releo la prosa exacta y llena de buen humor e ironía de Alfonso Fuenmayor y me divierto con las aventuras de esos muchachos que libaban y se divertían en La Cueva y otros lugares que ya son leyenda.
Fuenmayor y todos ellos pertenecen ya al mito como García Márquez. Pero haberlo conocido y escuchado aquella tarde en su casa es algo invaluable. Lo mismo me ocurrió en circunstancias increíbles con el gran Alejandro Obregón en México, Manuel Zapata Olivella en Valledupar y Bogotá y el multimillonario Julio Mario Santodomingo en París. Pero esas son ya otras historias para contar.