Hace una semana, mientras recorría las empinadas calles de Anserma, vi un par de niñas de unos 3 o 4 años que, sentadas en el piso, jugaban tomadas de los brazos y, en medio de carcajadas, se estrujaban y mecían gritando de manera intermitente: “te odio, te odio, te odio”. Seguí mi camino preguntándome: ¿dónde y cómo lo aprendieron?
Más allá de las hipótesis que me pude plantear, me alegró saber que se trataba solo de un juego. Lo pude comprender a l recordar que, de niño, jugaba con mis hermanos, primos y vecinos a la guerra libertadora, a ladrones y policías o a pistoleros. Con las niñas, jugábamos a la sortijita, yeimi, ponchao o chucha americana, aunque esta última me parecía algo desagradable. Eso sí, nada de yas, ni cuerda, y menos la golosa, que era solo para ellas.
Construíamos pistolas, rifles y metralletas con palos de escoba y tubos de PVC. Por aquel entonces, vendían unas pequeñas y baratas pistolas de plástico con un caucho que permitía contraer el percutor para poder llenarlas de piedritas, maíces o fríjoles. Los más pudientes tenían pistolas de fulminantes, que generaban ruido y expedían un agradable olor a pólvora. El que llegaba a última hora se conformaba con estirar el dedo pulgar hacia arriba, el índice al frente, empuñar los otros tres dedos y disparar; nuestras gargantas hacían las veces del estremecedor sonido de las armas: pum, pum, pum. Era necesario el ruido para someter al enemigo y derrotarlo. Pero no todo era permitido: teníamos reglas de la guerra. No admitíamos caucheras —esas sí eran realmente dañinas; eran las atómicas de la época—, ni tirar piedras, ni palos. Al que lo hiciera lo echábamos del juego; era nuestra propia CIDH (Comisión Interamericana de Derechos Humanos).
A quien le disparábamos debía hacerse el muerto y representar el dolor: “¡ah, ah, ah!”. Era muy molesto ver a los niños que no caían, que se creían infalibles o hacían trampa, pues ese era el fin natural del juego. Incluso poníamos quejas a nuestros padres o hacíamos berrinches cuando no morían. Creo que estos juegos fueron las primeras manifestaciones del famoso paintball que ahora juegan los adultos. Lo mejor de este histórico prontuario de una infancia lúdica y belicosa es que nunca sentimos odio por nuestros rivales.
Lo paradójico es que, para los adultos, el odio y las armas sí son una realidad: un obsesivo e indeclinable deseo de eliminación, desaparición y tortura del otro. La famosa “polarización”, de la que tanto se habla recientemente, es en realidad una peligrosa estratagema de acceso al poder. El reto es encontrar un líder auténtico que contribuya sabiamente al fomento de la convivencia, la ética y el respeto incondicional por la vida.
Parece que las semillas de Antanas Mockus —quien estuvo a punto de ser presidente— no volverán a germinar; sus girasoles han sido absorbidos por una abundante e incontrolable maleza venida de todos los sectores, que ha invadido el jardín de Colombia y nos asfixia.