La Asamblea de Caldas aprobó en julio del 2025 la Ordenanza No. 1000, con la que reconoció oficialmente el valor cultural y patrimonial del Carnaval de Riosucio y de su figura central: el diablo. Sin embargo, dos diputados -María Isabel Gaviria, del MIRA, y Jorge Carmona, del Partido Conservador- votaron en contra porque, según ellos, la exaltación del diablo iba en contra de sus convicciones cristianas.
El asunto parecería anecdótico si no revelara una vieja tensión entre religión, cultura y política. Los diputados no votaban sobre una imagen religiosa, sino sobre un símbolo colectivo que ha hecho parte de la identidad y del patrimonio cultural caldense. El diablo riosuceño no representa el mal, sino la fiesta, la burla al poder, la mezcla entre lo indígena, lo afro y lo español. Negarse a reconocerlo es, en últimas, negar la historia misma de una comunidad.
Lo preocupante no es la fe personal de los diputados, que es respetable, sino que la usen como criterio político en un Estado laico y multicultural. La Constitución es clara: la cultura es fundamento de la nacionalidad. Por tanto, un servidor público no puede anteponer su credo a los intereses colectivos. Si sus convicciones le impiden defender la diversidad cultural, lo coherente sería no aspirar a representar a una sociedad plural.
Algo similar ocurrió en Antioquia, cuando Comfama organizó recientemente una feria titulada “Brujería”, pensada para explorar prácticas populares de espiritualidad, hierbas, rezos y supersticiones. El evento desató críticas de sectores religiosos que vieron en él una apología del ocultismo. Pero, más allá del provocador nombre, lo que la feria hizo fue recordar algo que todos, en algún momento, hemos vivido: un baño de ruda para la mala suerte, la mano de Fátima o el ojo de venado para el mal de ojo de los niños, o el cruce de cuchillos para detener la lluvia.
Ya en el siglo XIX, figuras como José Calvo Mendíbil, citado por Gilberto Loaiza Cano (Historia de la Vida Privada en Colombia, 2011) promovieron el espiritismo como alternativa cultural y filosófica frente al monopolio religioso, lo que provocó fuertes reacciones de la Iglesia, como lo demuestra el texto El Espiritismo en el mundo moderno (1872) de la revista jesuita La Civiltà Cattólica.
La palabra “diablo” o “brujería” sigue despertando temores irracionales, como si la cultura debiera purificarse para no incomodar a la moral dominante. Olvidamos que en los símbolos, en sus ambigüedades y contradicciones, habita la verdadera riqueza de los pueblos. Somos una nación de múltiples voces, credos y tradiciones. Reconocer al diablo de Riosucio o a las brujas de Comfama no es un acto de paganismo, sino de madurez democrática.
Por fortuna, las recientes controversias no provienen de la institucionalidad religiosa, sino de sectores conservadores que se resisten a aceptar una Constitución pluriétnica y multicultural. El desafío actual es avanzar hacia una comprensión crítica de la cultura como espacio de diálogo, diversidad y libertad, más allá de los prejuicios morales y religiosos.