Con la decisión del Congreso de continuar debatiendo el proyecto de reforma laboral, las aguas parecían comenzar a regresar a su cauce; la manera como ha venido trabajando la Comisión IV del Senado nos permite pronosticar que habrá reforma antes de terminar este período legislativo.

Partimos de un supuesto incontrovertible: la reforma laboral es necesaria y el Congreso tenía la obligación de discutirla. No obstante, ocho senadores de la Comisión VII la archivaron. El Gobierno reaccionó con inteligencia y le planteó entonces al Congreso el desafío de convocar, para tramitarla, una consulta popular, que es un mecanismo constitucional de democracia directa.

Por esta vía metió al Congreso en una encrucijada, lo arrinconó. También con inteligencia, un poco tardía sí, el Senado entendió que la única manera de deslegitimar, de dejar sin fundamento la consulta, era reasumiendo la discusión de ese proyecto de ley. Y lo hizo porque el reglamento que orienta su funcionamiento así se lo permite.

Hoy el estudio de esa propuesta está en el escenario de la Comisión IV, una célula de composición política plural, integrada en su mayoría por congresistas de alto perfil.

De forma inusitada el Gobierno terminó respaldando esa salida, y de paso, sufrió la peor derrota política de su mandato al negarle el Senado en apretada votación la autorización para adelantar la consulta popular.

Hasta aquí las cosas iban más o menos empatadas y la controversia entre Gobierno y Congreso parecía superada. Sin embargo, las reacciones intemperantes de los ministros Benedetti y Sanguino volvieron a crispar el ambiente, y el presidente acabó de incendiar el rancho con una alucinante intervención en el Paseo Bolívar en Barranquilla esta semana.

Hasta aquí los acontecimientos no han desbordado los límites institucionales; en una democracia viva son normales los desencuentros y hasta los choques entre el ejecutivo y el parlamento. No hay sino que recordar las agudas controversias que se presentan entre el Congreso y el presidente norteamericanos cuando se discuten los presupuestos federales, y se dan discrepancias que demoran su trámite y ponen en peligro el funcionamiento mismo de la Administración.

En toda esta historia lo cierto es que Petro se ha salido con la suya: logró revivir un proyecto que estaba virtualmente enterrado y le echó más agua sucia al Congreso, una institución que no goza propiamente de buena reputación.

Su insistencia en la consulta repite el libreto: desafía otra vez al Congreso para que active el estudio de la propuesta de reforma a la salud que lleva varios meses engavetado. Muy seguramente lo logrará.

Mientras todo esto ocurre, se siguen agudizando los problemas de la salud, aumentan el desempleo y la informalidad y el pulso político entre Gobierno y Congreso no da tregua.

Desde que se rompió la inverosímil coalición de inicios del Gobierno, el diálogo entre estos dos órganos del poder público se ha vuelto virtualmente imposible. Por lo menos el que apuntaría a plantear la construcción de una coalición de naturaleza reformista en contraste con la que los teóricos llaman una coalición revolucionaria.

Petro ha pretendido romper todo diálogo con el Congreso; así se lo hizo saber expresamente al país hace algunos días cuando de paso en una actitud de matón de barrio le “pegó” un madrazo no solo al presidente del Senado, Efraín Cepeda, si no a toda la corporación.

En el espacio de esta formulación teórica cabría preguntarse hacia dónde quiere ir el Gobierno: hacia una coalición reformista que reivindique el diálogo y la concertación como espacios de toma de decisiones públicas o, hacia una coalición revolucionaria que los excluya.

“Las principales investigaciones académicas sobre el porqué triunfan las revoluciones sociales, señalan que más que la pobreza o el descontento que son necesarios obviamente - el factor clave que determina si el régimen cae e inician las transformaciones políticas y económicas profundas, es la conformación de la que los autores llaman una coalición revolucionaria. En democracia y sin violencia, las grandes transformaciones no vienen de coaliciones revolucionarias si no de lo que podríamos llamar grandes coaliciones reformistas. Pero por las torpezas de un gobierno de izquierda primerizo, el obstruccionismo interesado de la derecha radical y la falta de valentía y compromiso del centro, eso por ahora no es lo que parece estarse configurando en Colombia”,(Armando García, Razón Pública, mayo 17 del 2025).

Ese es el tamaño de la responsabilidad de los partidos políticos, sobre todo de los de extrema derecha, de los actores sociales, y en especial del Congreso: o hacemos posible las transformaciones que necesita el país por la vía de una coalición reformista, o las haremos inevitables por el camino de una coalición revolucionaria.