El decretazo es, según Wikipedia, un decreto que implica una reforma drástica y repentina en aspectos de gran repercusión social económica y política.
Así definió el exfiscal y próximo ministro de Justicia la eventual decisión del Gobierno de convocar una consulta popular sin pedir permiso ni consultar con nadie. Pretenden el Gobierno, sus asesores y adláteres traspasar las bardas constitucionales que le impiden, en principio, apelar al constituyente primario sin permiso del Senado.
La consulta popular es un mecanismo de participación ciudadana que le otorga a las autoridades políticas de ciertos niveles territoriales apelar a la opinión de los asociados para elaborar ciertas y determinadas decisiones públicas. Es un instrumento constitucional desarrollado por la ley. Y la ley dice que, para convocarla en el espacio nacional, hay que contar con la autorización del Senado de la República.
El Senado le negó al presidente la autorización para convocar una consulta popular que pretendía activar la reforma laboral, que esa misma corporación había archivado días antes. Fue una decisión apretada, tortuosa, pero concluyente. Decisión, además, tomada cuando ya esa misma corporación había decidido reasumir la discusión del proyecto de ley de reforma laboral.
El Gobierno, dadas esas circunstancias, asume de plano que el Senado no se pronunció y decide, en consecuencia, sin más consideraciones, anunciar el decretazo.
El decretazo por ahora es una amenaza que suena a chantaje: no basta con que el Congreso discuta y apruebe la reforma si ella no se atiene, punto por punto y coma por coma, a lo que pretende el gobierno. Desconoce la virtuosidad de un debate serio, consensuado y plural que se adelantó en la Comisión VI del Senado.
Una controversia que en cualquier estado de derecho sería natural entre dos poderes públicos se torna en pulso político exacerbado que arriesga traspasar los linderos de la Constitución y de la ley. El tono con que el Ejecutivo plantea la confrontación no consulta el principio según el cual los poderes públicos están instituidos para concurrir armónicamente a la realización de los fines del Estado.
En el libro Cómo Mueren las Democracias, sus autores, Lebitsky y Ziblatt, nos enseñan una tabla con algunos indicadores clave para identificar un gobernante con comportamientos autoritarios; uno de ellos, el rechazo (o débil aceptación) de las reglas democráticas del juego.
En este caso las reglas democráticas del juego nos dicen que cuando un órgano del poder público toma una decisión que no compartimos, por su forma o por su contenido, existen las instancias para dirimir con claridad las dudas y las prevenciones.
Si el Gobierno tiene reservas frente a lo que decidió o no decidió el Senado sobre la consulta, su obligación es controvertir esa decisión ante el organismo competente que en este caso es el Consejo de Estado. Lo demás es como ya dijimos, saltar las bardas de la Constitución y empezar a transitar los peligrosos caminos del autoritarismo.
El país no se puede gobernar por decretazos. Impedirlo pasa porque el Congreso reivindique su condición de ser el escenario natural de la deliberación pública y porque la Rama Judicial se reafirme en su independencia y autonomía totales.