En un ágape memorable, que recuerdo por la intensidad en los sentimientos de alegría, fraternidad y abundancia que invadía a los presentes, solo comparable con aquel festín de Babette, obra culmen del director de cine danés, Gabriel Axel, nuestro rollizo anfitrión, poseído por la efervescencia del momento e iluminado por lo que sería el magnífico efecto de varias copas de Ribera del Duero, en el rictus propio que en épocas medievales tenían los bardos, sentenció ante la concurrencia: ¡La Gastronomía, sépanlo bien, es un arte, el único que además, ingresa al cuerpo del ser humano! 
La gastronomía, elevada a categoría de arte, es una auténtica declaración de guerra al simplismo, a aquellos reduccionistas que no ven más allá de una relación puramente natural de supervivencia el acto de alimentarse. Los olores, colores, sabores y texturas que se logran materializar en un platillo, en las manos correctas, en las de un artista, alzan, hasta lo sublime, las tradiciones, reivindicaciones y transformaciones de las sociedades; son una autentica forma de lenguaje que habla por sierras, valles y costas, logrando expresar el palpito de las ciudades y de cualquier lugar donde se encuentre una comunidad congregada.
La buena mesa también ha sido un fértil vivero, donde al calor de algunas bebidas espirituosas, la tertulia literaria ha encontrado un nicho para registrar momentos que pasarán a la inmortalidad y darán sentido y esencia a muchas poblaciones a lo largo y ancho del mundo. Entre bocadillos, tortillas, caldos, potajes, estofados, cuchillos, tenedores y cucharas, entre versos, prosa, brindis y tinta, las ciudades fueron teniendo en su inventario formidables monumentos consagrados a la vitalidad de la urbe, a sus energías y a sus decepciones. 
En la triada conjugada de arte, culto al sabor y literatura, se ha esculpido la narrativa de muchas ciudades ¿Fuese posible la existencia del realismo mágico sin las tertulias que Gabo haría en el restaurante la Cueva con Álvaro Cepeda Zamudio y Alejandro Obregón? Lo dudo, y en este caso Barranquilla puede colgarse la medalla de ser la sede de esos encuentros y contárselo con orgullo al mundo ¿Seria la Habana lo mismo sin Hemingway dialogando, bebiendo y comiendo con Gregorio y Anselmo en la terraza de Cojimar? No, de ninguna forma, sin esas largas jornadas de ron y pescado frito, el Viejo y el Mar no hubiera nacido, la capital cubana no sería la cuna de uno de los más bellos libros de la literatura universal.
Las ciudades se construyen con sus sabores y sus letras. Durante los últimos años Manizales ha encontrado un camino para expresarse y reconocerse a través de la gastronomía; la oferta creciente en restaurantes permite hacer una travesía sin salir de la ciudad por distintas comidas del mundo y ha emergido una poderosa generación de cocineros, muchos de ellos motivados por recuperar tradiciones y productos de la tierra que estaban pasando al olvido, potencializando la posibilidad de encontrar una identidad y creando una autentica metamorfosis urbana y social. 
Somos unos afortunados, los artistas del sabor están aquí en la ciudad, son talentosos, creativos y llenos de energía exquisita, esperando que en sus mesas surjan palabras que inmortalicen estas montañas, ellos, esos alquimistas y sacerdotes van cocinando una ciudad gastronómica.