El general y político Rafel Uribe Uribe (1859-1914) fue un liberal de ideas sociales, lo que le granjeó la malquerencia de los “capitalistas salvajes”, como calificó el papa Juan Pablo II (1978-2005) a los empresarios que extraen riquezas de países pobres, especulan con ellas en los mercados internacionales y dejan a las comunidades nativas en la miseria.

Un capitalista colombiano, de precaria conciencia humanística, increpó a Uribe por sus prédicas a favor de los trabajadores, diciéndole: “¿Usted quiere acabar con los ricos?”, a lo que el aludido contestó: “No, yo lo que quiero es acabar con los pobres”.

Es decir, equilibrar las cargas económicas, admitiendo que siempre habrá ricos y pobres.

Después de la hegemonía conservadora (1885-1930), que mantuvo su poder en alianza con la jerarquía católica, alimentando el fanatismo religioso de las masas, la república liberal, que comenzó con Enrique Olaya Herrera (1930-1934) y continuó con la “revolución en marcha” de Alfonso López Pumarejo (1934-1938 y 1942-1945) inició un proceso de conciliación entre el capital y el trabajo, creó beneficios prestacionales y señaló horarios racionales para los asalariados, lo que le mereció a López ser tildado por los godos (“liberales” y conservadores) y los clérigos, de comunista, cuando apenas comenzaba el experimento bolchevique.

Lo que siguió en sucesivos gobiernos liberales fue un proceso de estímulo al empresariado, como creador de riqueza, fuente de recursos fiscales y generador de empleo, reservándose el Estado el control de las relaciones obrero-patronales, para que fueran armónicas y productivas, en beneficio de todos.

El sistema de estímulos a la producción ha funcionado bien, sin importar las ideologías de sucesivos gobiernos; y la Iglesia Católica, que es notablemente mayoritaria, se ha dedicado a su misión pastoral, marginándose del activismo político.

El empresariado ha progresado notablemente, los trabajadores han adquirido sentido de pertenencia de “sus” empresas y, con altibajos, el sindicalismo ha sido acertado en su función conciliadora.

No obstante, vientos (más bien tempestades) del cambio político del país han seducido a los directivos sindicales para apoyar al Gobierno, tras privilegios personales, de espaldas al interés de sus asociados, como la salud de los maestros, por ejemplo.

Dos, entre muchos otros casos, ilustran la necesidad de armonizar las relaciones entre pobres y ricos, en beneficio de toda la comunidad.

Dado el descalabro del Instituto de los Seguros Sociales, que literalmente se lo robaron, aprobó el Congreso Nacional la Ley 100, con un sistema mixto público-privado, eficiente y de amplio cubrimiento.

Era más razonable corregir sus fallas (que las tenía) que destruirlo, con el argumento populista de que los ricos lo estaban explotando en su beneficio.

Otra acertada estrategia, para garantizar una buena utilización de los recursos fiscales, fue permitir que los empresarios pagaran sus impuestos realizando obras diseñadas y aprobadas por el gobierno, lo que ha tropezado con trabas que provienen ahora de la malquerencia oficial a los empresarios.

Los dos ejemplos muestran cómo, atizando odios contra el capital productivo, sólo se consigue crear más pobreza.