“La voz dice palabras que llevamos en la sangre”, dice la frase sentenciosa, para determinar que la herencia no es cuestión únicamente de bienes materiales, de plata, sino que el talento, el conocimiento, los méritos, los valores, las dotes, el carácter y los rasgos físicos forman un universo de posibilidades para que atributos o taras trasciendan las generaciones, se proyecten en el tiempo, con los retoques y actualizaciones que requieren el paso del tiempo y la actualización de sistemas y procedimientos, al tenor de avances culturales y tecnológicos, porque “todo cambia, todo se transforma”, como advirtió Heráclito hace más de dos mil años; premisa inalterable, como lo demuestran los hechos.
Sin embargo, la individualidad del ser humano, por su condición de racional, provoca desvíos de personalidades y formas de actuar de individuos que se muestran diferentes a lo que señalan sus genes ancestrales. Para bien o para mal, porque de padres y abuelos ejemplares pueden derivar lacras sociales; o, de tipos repudiables, ciudadanos útiles y meritorios. Ese es el error que cometen los fundamentalistas. que generalizan para identificar a las personas por sus apellidos, cuando éstos corresponden a estirpes que han actuado en la vida pública con notoriedad.
Para ubicar el tema en la política colombiana, es recurrente que personajes que brotan del montón para aspirar a posiciones relevantes en el gobierno, con más ganas que méritos, uno de los argumentos que proclaman es provenir de espacios humildes de la sociedad, distintos a los perfumados y notables que, según ellos, han sido beneficiarios de todos los privilegios, a expensas de la explotación del pueblo raso. Eso, en parte, es cierto. Como también es evidente que muchos de los líderes que peyoran los emergentes han ascendido a altas posiciones de dirigencia merced a una formación integral rigurosa, para aspirar a altos cargos en la sociedad con la intención de servir con eficiencia, para lo cual es indispensable formarse con disciplina, investigación, experiencia y, sobre todo, cultivo de principios y valores, sin desviarse por caminos que conducen a la molicie y el hedonismo, de espaldas a las responsabilidades que asumieron cuando alcanzaron el poder.
Ese desvío de la conducta conduce necesariamente al fracaso, de lo que hablan con elocuencia experiencias históricas como el imperio romano, que “se cayó al peso de su propia podredumbre”, como dijo el presidente López Pumarejo (1934-1938 y 1942-1945) cuando vaticinó la caída de la hegemonía conservadora en 1930. Eso, por supuesto, lo desconocen quienes se inspiran más en la ambición personal que en la vocación de ser útiles a las comunidades que quieren gobernar, porque no se preparan sino para ganar las elecciones.
El resultado de esa novedosa “filosofía” política es el desperdicio de estadistas formados en exigentes aulas universitarias y en el ejercicio exitoso de funciones ministeriales, judiciales, diplomáticas y parlamentarias, para enaltecer a caudillos que reclutan incautos con promesas de culebrero