El escudo nacional conserva dos elementos de inspiración propia de quienes lo diseñaron “con profunda emoción patriótica”, como solía decir el presidente Guillermo León Valencia (1962-1966), en medio de sus emotivos discursos. Una es la figura del istmo de Panamá, incrustada en el centro del escudo, cuando ese territorio lo perdió Colombia desde principios de siglo XX; y otra es el lema “libertad y orden”, que muestra dos objetivos de la nacionalidad.
Esas nobles aspiraciones, en el discurrir histórico de Colombia, no han trascendido del enunciado a la realidad. En los tiempos que corren, la libertad está coartada por la demagogia oficial, que protege el derecho a la protesta de los revoltosos, como si fuera superior al de las comunidades, a las que se les vulneran la tranquilidad y el bienestar, no obstante ser fundamentales y estar amparados por la Constitución y las leyes.
La libre movilidad de los ciudadanos, el transporte de bienes esenciales, como mercancías de importación y exportación, y alimentos y materias primas para la industria, y la tranquilidad de comunidades marginales de vías prioritarias, se afectan gravemente, porque pequeños grupos de inconformes deciden expresar sus reclamos taponando vías, incendiando vehículos y agrediendo a las autoridades. Argumentan los protestantes, para justificar sus desmanes, la desatención oficial a necesidades primarias o el incumplimiento de compromisos adquiridos por burócratas que firman acuerdos, se van, no vuelven y los recursos asignados para solucionar los problemas se extravían en los bolsillos de la corrupción.
“Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”, dice la filosofía artesanal. Una es el derecho a la protesta y otra que se exprese con acciones violentas, como cerrar vías fundamentales, afectando a viajeros, estudiantes y trabajadores; a transportadores de mercancías, ganados, alimentos y otros bienes y suministros, además de la quema de vehículos, en perjuicio de propietarios y aseguradoras ajenos al conflicto y agresiones a la fuerza pública, que no puede hacer nada para evitar los desmanes, por órdenes superiores, que privilegian la delincuencia con argumentos populistas.
La inconformidad expresada con violencia no es un derecho; y el deber de las fuerzas del orden es proteger “la vida, honra y bienes de los ciudadanos”, por lo que órdenes superiores hacen mal en atarle las manos a la autoridad a la que relega a mirar impotente cómo transcurren los bochinches, algunos convocados y financiados por el Gobierno, que no son un derecho a la protesta, como argumenta el populismo, sino libertinaje.
En cuanto al orden, muy relacionado con el tema anterior, tiene que ver con la coherencia en los procesos gubernamentales, que comienza por la idoneidad de los funcionarios para el desempeño de sus cargos en las áreas asignadas, el respeto a la legalidad vigente y la oportuna expedición de las leyes que sean necesarias para actualizarla y la armonía entre los poderos del Estado, para garantizar la eficiencia dentro del orden de modo que funcione bien, en beneficio de la comunidad. “Soñar no cuesta nada…” Por el momento, lo que prevalece es el desorden.