El burócrata, según el DRAE, es la “persona que pertenece a la burocracia (conjunto de servidores públicos)” y burocracia es la “administración ineficiente a causa del papeleo, la rigidez y las formalidades superfluas”. La condición de burócrata imprime carácter. Un tipo nace, crece, se reproduce y muere en un puesto público. Lo de “se reproduce” quiere decir que los burócratas hacen lo posible por que sus hijos, parientes cercanos y amigos ingresen a la nómina oficial, con el aval o recomendación de un legislador amigo, al que el empleado oficial le ha cargado ladrillos durante su trayectoria política. Cuando el “padrino” del burócrata cae en desgracia, o pierde el poder por anemia electoral, el empleado público, como los micos, siempre tiene otra rama de dónde agarrarse. Ese raro instinto de supervivencia caracteriza al burócrata, especie humana común a todos los países del mundo. Cantinflas, en sus películas, hizo mofa de los funcionarios oficiales por ineficientes, desde ministros, presidentes municipales, secretarios y escribientes, hasta los chopos -por asociación de ideas con el fusil- o policías, que envejecen, se quedan calvos y echan barriga, con la misma ineptitud de los comienzos de su “carrera”, hasta alcanzar la anhelada pensión de jubilación. El burócrata profesional no tiene más ideología que la conservación del puesto.
El Partido Conservador se cayó del poder en 1930, “al peso de su propia podredumbre”, según un jefe liberal, pero en realidad por la indecisión de monseñor Ismael Perdomo, quien no quiso señalar candidato entre el Maestro Valencia y el General Vásquez Cobo. Durante la hegemonía conservadora era usual que el arzobispo primado, Nos Bernardo Herrera Restrepo, diera su bendición al candidato conservador. Pero su sucesor, Perdomo, pensaba que la Iglesia no debía intervenir en política electoral. Y no faltó quién dijera que el arzobispo Perdomo cuestionaba a Valencia por su fama de mujeriego. Los godos divididos perdieron con el candidato liberal, Enrique Olaya Herrera. Como por ensalmo, el liberalismo se convirtió en una arrolladora mayoría, no porque la gente asimilara la doctrina progresista y social de los rojos, sino porque los burócratas, por instinto de conservación, se voltearon. Y con ellos, también, amigos y parientes.
Característica común a todos los burócratas es la habilidad para prometer lo que no pueden cumplir, ofrecer lo que no tienen, comprometerse con lo que no es de su competencia, enredar las soluciones con trámites y papeleos y asumir vocerías que nadie les ha conferido. Los altos funcionarios oficiales, para resolver conflictos, nunca dan la cara sino que envían a un subalterno a que enfrente la situación y ofrezca soluciones que nunca se dan. Eso pasa en paros, huelgas, reclamos públicos y demás situaciones de conflicto en los que siempre aparece el negociador oficial “investido de poderes”, para disuadir a los inconformes y revoltosos, previo compromiso de arreglos y soluciones que jamás se cumplen. Así ha sido desde tiempos inmemoriales, en todos los países del mundo. Esa postura pusilánime se parece a lo dicho poéticamente por Neruda en su Farewell, a propósito de promesas amorosas: “(…) los marineros (que) besan y se van. Dejan una promesa. No vuelven nunca más”.