En los estadios de la solidaridad, donde se solucionan crisis ajenas con auténtico espíritu cristiano -para ubicar el asunto en el ámbito de creencias espirituales cercanas-, se habla del “hombro consolador”, donde se recuestan las penas para desahogarse el afectado, más que para buscar remedios. Ese hombro puede ser de cualquier amigo o pariente, o de un sujeto cualquiera, dispuesto a ser receptor de lamentaciones ajenas, sin pretensiones terapéuticas. También se menciona con una metáfora afortunada el “paño de lágrimas”, en situaciones extremas de tristeza, que puede fungir de receptor lacrimoso o para sonarse el afligido las narices y descongestionarlas. Falta incluir en el vademécum de apoyos piadosos al “oído amigo”, que simplemente escucha historias, lamentaciones, proyectos, frustraciones y júbilos a quien carece de interlocutores. Paradójicamente, mientras crecen en unidades humanas los entornos sociales, incluidas, por supuesto, las familias, hay menos con quien hablar, compartir, dialogar, trasmitir…, “privilegio” que se ha trasladado a los medios, las redes y, especialmente, al celular, un pequeño aparato que se apoderó de las relaciones interpersonales como emisor y receptor, desplazando los contactos de carne y hueso, aun entre cercanos familiares, colegas  y amigos, en los espacios hogareños, el trabajo, el transporte y las mesas de bar y comedor, en los que poco se intercambian palabras entre personas y mucho se habla por teléfono. Parece un chiste, pero se da el caso de personas que, sentadas alrededor de una misma mesa, no se comunican hablando, sino que chatean.  
“Lo que el viento se llevó” es imposible recuperarlo. A pesar del crecimiento de las familias, la tendencia de los viejos es cada vez más a no tener con quien hablar. Viven solos, porque no caben en los hogares de espacios reducidos. Las casas de amplios corredores y numerosas alcobas sólo quedan en las letras de canciones viejas. Y los parientes, hombres y mujeres, trabajan “full time”, mientras sus hijos estudian. Los primeros, para generar ingresos suficientes para financiar las compras que exige la sociedad de consumo y los otros, los jóvenes, para adquirir títulos que garanticen aspirar a buenos empleos. Entonces no queda espacio para hablar con los viejos, lo que ha generado un nuevo emprendimiento: los hogares geriátricos, que aumentan exponencialmente y ofrecen una gama de servicios, profesionales y eficientes, en salud, recreación y calidad de vida, pero sin el ingrediente afectivo, insustituible, que sólo se da en la familia. Las vacaciones o espacios para compartir abuelos, padres, hijos, nietos y demás miembros de un clan se disfrutan por épocas, como la Navidad, o en eventos esporádicos: matrimonios, cumpleaños, grados, bautizos…o sepelios. En estos últimos, llorosos y evocadores, los viejos suelen ser protagonistas, sin derecho a cena, tragos y pasa bocas para ellos, ¡obvio! 
En medio de las comodidades y beneficios que ofrecen la ciencia y la tecnología, hace falta a los ancianos un “oído amigo”, que escuche…, con el celular apagado.