Condición indispensable para desempeñarse con éxito y eficiencia un dirigente, empresarial, gubernamental, o de cualquiera otra actividad comunitaria o social, es acertar en la conformación de equipos de trabajo que lo acompañen y asesoren, después de admitir que es indispensable, para alcanzar buenos resultados, contar con unidades de trabajo especializadas, al frente de las cuales haya personas idóneas, seleccionadas con rigor profesional, más que por influencias extrañas a los objetivos. Sólo así es posible lograr un desempeño exitoso y responsable. Los fracasos suelen derivar de la arrogancia de quienes se creen providenciales, esconden su egoísmo en una concha presuntuosa o escogen mediocres que apoyen sus tareas, sin más criterio que disfrutar la adulación de serviles que así consiguen la supervivencia laboral. Ésos “ejecutivos” forman comités de aplausos de subalternos mediocres, pero sumisos. Otros adalides, públicos o privados, que padecen delirios imperiales, deciden solos sobre lo divino y lo humano, sordos a opiniones y consejos y ciegos ante hechos que pudieran ser ejemplares, o modelos a seguir, con lo que demuestran una evidente inseguridad, maquillada de soberbia. Algún pensador, con acertada reflexión, dijo: “Quien no tiene relación más que consigo mismo, bien puede afirmarse que va en mala compañía”. 
Los mejores gobiernos y las más destacadas empresas, como lo reseña la historia con ejemplos de mandatarios y cabezas de grandes organizaciones privadas de diferente índole, la cualidad más relevante que han tenido es saber formar equipos, enseñando con el ejemplo y trasmitiendo conocimientos y sabiduría con desprendimiento, pensando más en resultados y beneficios sociales, que en su propia gloria y en acrecentar riquezas, sin que en el fondo, “vanidad de vanidades” y legítima ambición, privilegien esas aspiraciones. Humanos, al fin y al cabo. 
Uno de los más grandes estadistas de los últimos siglos, con émulos de su relevancia, no repetidos para desgracia de la humanidad, afirmaba que muchos aspirantes a liderar masas de electores y alcanzar el poder, querían ser “más importantes que útiles”. Y en la medida que la ciencia y la tecnología se imponen sobre la filosofía y el humanismo, tal premisa se hace evidente. Para confirmarlo no hay que ir muy lejos, en el vecindario geográfico y en el propio país: Colombia. Lo que hace recordar al nobel colombiano de literatura, en su libro “El otoño del patriarca”, en el pasaje que muestra al viejo dictador centroamericano perorando desde el balcón presidencial ante una multitud delirante y oculta su anciana madre entre la multitud piensa: “Si hubiera sabido que mi hijo iba a ser tan importante, lo habría metido a la escuela”.      
El panorama que se vislumbra desde el otero impotente de los años, pensando en el futuro, es una sociedad ignorante y pobre, manipulada con dádivas por gobernantes ineptos, rodeados de serviles, clamando para el populacho: “el Estado soy yo”.