Dice un viejo refrán: “Si a un rico lo ves comiendo de un pobre en su compañía, el rico le debe al pobre o es del pobre la comida”. La oferta de Fedegán, en nombre de los ganaderos que representa, de venderle al gobierno tres millones de hectáreas para adjudicarlas a campesinos pobres, es necesario mirarla con lupa. El Acuerdo de la Habana, entre el gobierno Santos (2010-2018) y la guerrilla de las Farc, que desmovilizó a varios miles de combatientes, evento mundialmente reconocido como un hecho trascendental para alcanzar la esquiva paz en Colombia, en el primer punto del documento suscrito señala la restitución de tierras arrebatadas con violencia, promoviendo el desplazamiento de miles de familias campesinas del campo hacia poblaciones y ciudades, y provocando una pérdida incalculable de producción agropecuaria. Uno de los opositores más radicales a ese acuerdo fue el señor José Félix Lafaurie Rivera, presidente de Fedegán, entidad gremial que representa a los ganaderos, entre ellos destacados latifundistas. Ahí se incluyen los que compraron a menos precio tierras de las que paramilitares y guerrilleros despojaron a sus legítimos dueños. A esos avisados adquirientes, la esposa de Lafaurie, la senadora Cabal, llama “tenedores de buena fe”. Es sospechosa, entonces, por decir lo menos, la voltereta del dirigente gremial y de algunos de sus más cercanos aliados, ofreciéndole apoyo al gobierno Petro en el programa de dotar de tierra a los campesinos pobres, para darles estabilidad económica y aumentar la producción agrícola del país. El anuncio mereció amplio despliegue en los medios, y la firma del convenio en el Palacio de Nariño. Todos los concurrentes al acto quedaron en fotos y videos muy majos y sonrientes.  
Claro que “el que no cambia, de acuerdo con las circunstancias, es un imbécil”, pero el súbito “desprendimiento” de los terratenientes tiene aristas y matices que ameritan análisis cuidadoso. ¿De dónde salió el precio generalizado de 20 millones de pesos por hectárea, para cuantificar en 60 billones los tres millones, como si la tierra valiera lo mismo en el Quindío que en Casanare, por ejemplo? ¿No será esta la oportunidad para deshacerse los ganaderos de peladeros improductivos; o de fincas afectadas por la violencia y la extorsión? ¿Cómo se les garantizarán a los beneficiarios de los predios adjudicados las condiciones indispensables para que su explotación sea exitosa, distintas a suministrarles químicos, herramientas, maquinaria y créditos a costos especulativos? ¿Cómo evitar que una vez puestas a producir las tierras, los “generosos” vendedores seduzcan a los incautos campesinos para adquirirlas de nuevo? ¿Qué estrategia se ha pensado poner en práctica para que los jóvenes regresen al campo, del que la violencia los desplazó, cuando es evidente que la población rural está envejecida? ¿Cómo se garantiza la paz rural? ¿Por qué el Gobierno, en vez de hacer tan cuantiosa inversión, no dispone de terrenos baldíos de la Nación y de tierras incautadas al narcotráfico, objeto ambas de codicia y corrupción; y de invasiones promovidas por intereses turbios? Ahí queda la tarea de responder ese cuestionario.