Los hijos de Israel lloramos. Criminales arropados bajo falsos mantos ideológicos convirtieron los civiles en blancos fáciles para causar terror. No importaron las fronteras, ni las familias, ni los niños. Las balas asesinas que estos portaban no conocieron límites y arrasaron con todo a su paso. Increíblemente, los mercenarios negaron la compasión que reclaman para sí. 
En nuestro mundo yace una tierra que resuena con ecos de fe antigua, un crisol sagrado donde las historias de tres grandes tradiciones monoteístas se entrelazan con los hilos del tiempo. Israel, cuyos contornos han sido moldeados por la mano divina y humana, es un faro de resiliencia y esperanza en medio de las sombras ominosas del desacuerdo y la violencia. Después del Holocausto Nazi, el mundo le debe a Israel. Hoy en el epicentro del vendaval se erige Hamás, una entidad que, cubriéndose con el manto de la resistencia, ha cultivado una cosecha amarga de enemistad y rencor. Sus ideales, alguna vez semillas de una lucha ideológica, han mutado en espinas venenosas que amenazan con ahogar la flor de la paz en la media luna fértil.
El cataclismo desencadenado en la tierra de Israel la semana pasada por las manos ensangrentadas de Hamás, reveló una vez más la faz grotesca del terrorismo. La paz del sábado fue eviscerada por el estruendo de más de cinco mil cohetes despiadados, cuyas trayectorias trazaron arcos de destrucción en el firmamento. El suelo sagrado tembló al ritmo de explosiones, y el aire se tornó denso con el rugido del acero y la angustia de los inocentes.
En un rincón festivo, donde la música debía ser la mensajera de alegría y unidad, en medio del último día de una santa convocación conocida como la fiesta del Sukot, los ecos de las balas trazaron notas de desespero en el corazón del éter. Los milicianos de Hamás, con rostros desprovistos de compasión, descargaron su furia sobre los asistentes al festival, transmutando la danza de la vida en una marcha fúnebre de muerte y desolación. Las lágrimas derramadas en esa noche nefasta resplandecen cual estrellas sombrías en el firmamento de nuestra conciencia. Cada gota es un testimonio mudo de la inhumanidad que asuela la tierra prometida y, por extensión, el alma colectiva de la humanidad.
Las voces del mundo se alzaron en un coro de condena ante la barbarie desatada. El ministro de defensa británico calificó las acciones de Hamás como “pura maldad”. Y en su enunciado, la palabra “terrorismo” se alzó, una acusación inmutable contra aquellos que transgreden los preceptos sagrados de la vida y la dignidad humana. Solo los gobiernos de Irán, Venezuela, Nicaragua y lamentablemente Colombia se han negado a rechazar los actos. 
En la tragedia que se desplegó, la figura de Israel se yergue como una fortaleza de valor y determinación. Su respuesta, aunque envuelta en la controversia, refleja la inquebrantable voluntad de proteger a su pueblo de las garras del terror. En su lucha, encontramos un espejo que refleja la responsabilidad colectiva de enfrentar el terrorismo, esa bestia insidiosa que se arrastra en las sombras de la ideología y la desesperación.
Las crónicas del terrorismo, escritas con tinta de sangre y dolor, nos recuerdan la imperante necesidad de unirnos en un frente común contra la iniquidad. El terrorismo, con su rostro desfigurado por el odio, no tiene lugar en el escenario de la civilización. El terrorismo debe ser exterminado.
En este momento de reflexión, extendemos nuestra solidaridad hacia Israel, una nación que, a pesar de los embates del destino, busca ardientemente la paz. Y mientras las hojas del futuro se desplieguen, clamamos por la erradicación del terrorismo, por la salvaguarda de la inocencia y por la promesa de un mañana en el que los hijos de Abraham, de todas las tradiciones, puedan coexistir en armonía y respeto mutuo.
Israel descompone su nombre en dos elementos: “Isra”, que se traduce como “luchar” o “perseverar”, y “El”, un antiguo nombre para Dios. En su unión, las sílabas tejen un mensaje de divina interacción, “luchar con Dios” o “Dios persevera”, un nombre que se erige como un monumento al enlace sagrado entre la divinidad y la humanidad. Sin duda, Israel prevalecerá.