No son pocas las veces que las adversidades tocan nuestra puerta. Nadie se encuentra exento de un turbulento ciclón que agite con violencia el navío de su existencia: ni quien contempla la majestuosidad un potente sol imperial, ni aquel que retoza confiado en su fortuna, ni quien goza de la vendimia del fruto de la tierra, ni siquiera el que yace con su amada en medio de un éxito temporal. Todo es susceptible de un agresivo cambio que haga de los días un infierno y de las risas y llantos melancólicos de quien anticipa su final.
Pero el universo es cambiante y, en ocasiones, cíclico. Nada es permanente, todo es temporal. Acomodarse a las circunstancias volubles del destino, hace parte de la capacidad de resiliencia con la cual nos arropamos en el difícil proceso de madurez. Asumir los reveses, enfrentar la muerte, superar las desgracias, secar las lágrimas, levantarse de los tropiezos, sonreír a la tragedia, mantener la mirada puesta en el galardón, ser valiente, positivo, enérgico y determinado son condiciones necesarias para gozar de las mieles del éxito que se alcanzan a través de la resistencia, la persistencia y la fe. La esperanza tiene que permanecer. Vislumbrar con optimismo el porvenir y imponerse ante la adversidad debe ser un mantra en nuestra vida que repetiremos sin cesar, mientras el soplo divino acompañe nuestros pasos. No estaremos solos en ese cometido, dado que nuestro ejemplo podrá motivar a otros de la misma manera que hemos sido determinados por las lecciones de hombres que han superado la desgracia hasta convertirla en gloria.
Abraham Lincoln es considerado, con justicia, como el mejor presidente en la historia de los Estados Unidos. Aunque todos conocen sus triunfos, pocos ahondan en sus penas. Su carrera no estuvo exenta de espinas, cardos y abrojos que se vio obligado a vencer hasta conquistar el sillón presidencial de una nación devastada por la guerra de secesión.
Nacido en extrema pobreza, trabajó desde muy temprana edad para procurar el pan sobre su mesa. Siendo aún niño sepultó a su madre y a sus hijos Willie, Eddie y a su hija no nacida Edwina, lutos que lo impulsaron a cuestionar el propósito de su existencia y le acribilló su moral propia en un sentimiento constante de culpa del cuidador. Estos primeros acercamientos con la tristeza y minusvalía lo acompañaron permanentemente. Su biógrafo William H. Herndon describe la forma como enfrentó desde edad temprana una fuerte depresión que lo consumía sin tregua, arrastrándolo en una espiral de “melancolía incapacitante” que lo alejó por períodos de su ejercicio profesional y actividades sociales, hasta exclamar agónico que “la tristeza es una parte natural de la vida, pero debemos luchar contra ella y encontrar la felicidad en cada día”.
Sus desafíos no se limitaron al ámbito personal. Abraham Lincoln se hizo experto en descalabros políticos. Perdió la elección a la Cámara de Representantes en 1846. Nuevamente fue derrotado en la votación a la misma corporación en 1848. Fue lapidado en los comicios al Senado de Illinois en 1855. Fue electoralmente vapuleado en la aspiración presidencial de 1856 donde esperaba ocupar el cargo de vicepresidente. Nuevamente bebió la cicuta del fracaso en 1858 al resultar batido en la nominación a senador y presidente de ese año. Hasta que finalmente fue ungido como presidente de la nación americana en 1860 cuando ya nadie esperaba nada de él. Si algún líder fue experto en reconocer el sabor de las desgracias a y beberlas en exceso, éste fue Lincoln. Lo demás, es historia.
Abraham Lincoln es un ejemplo de perseverancia, tenacidad, lucha, determinación y resiliencia que nos invitan a la reflexión y nos motivan a enfrentar con coraje nuestros días, a comprender que la riqueza y la pobreza, que la felicidad y la tristeza, que el elogio y la humillación son caras de la misma moneda y que nada cuanto hagamos se encontrará exento de contratiempos. Como lo repetía César, mi padre: “no hay yarumo sin hormigas.”