Como duele Colombia. Generaciones, una tras otra, hemos cohabitado con problemas que parecen endémicos. Las promesas de cambio se diluyen ante los intereses personales, la violencia toca nuestras puertas desde el alba hasta el ocaso, la paquidermia institucional se levanta como un poderoso leviatán frente al cual es imposible hacerle frente, la desidia general impacta el día a día. Parece que nuestro país no fuese de nadie. Mientras el futuro de las generaciones se derrumba, los sueños que permiten el crepitar de la vida se construyen sobre inestables cimientos que cada día tenemos que revisar.  
En este torbellino de dificultades, una palabra cobra especial relevancia como llave mágica para resolver una gran parte de estas tragedias que en un malabar del destino nos ha correspondido enfrentar: La paz. Este valor es un derecho, una obligación y un mandato constitucional. 
Todos anhelamos gozar de este elíxir divino que permite concebir un idilio imaginario. Sueño con despertar en calma, visitar nuestros trabajos seguros, conscientes que no seremos acribillados por una bala cobarde frente a nuestros hijos; sueño con ver la reconstrucción de la Colombia profunda, una donde los jóvenes tengan verdaderas oportunidades de desarrollo en lugar de acrecentar las filas de los violentos, donde las armas sean cambiadas por libros y las balas por computadores, aquella donde las oportunidades sean producto de una presencia vigorosa del Estado y  no de las concesiones a grupos criminales que corrompen jóvenes campesinos con la promesa de unas monedas producto del tráfico de drogas; sueño con más escuelas y menos cementerios; sueño con una Colombia de paz verdadera y no aquella falsa tranquilidad que da apaciguar al lobo en espera de no convertirse en su presa. 
Lamentablemente como sociedad no hemos aprendido de los errores de la historia. Los Romanos intentaron apaciguar a las tribus bárbaras permitiéndoles acampar en los límites del imperio, para terminar siendo sitiados por guerreros feroces que los destruyeron por completo. Hitler fue apaciguado permitiéndose la anexión de Austria en 1933, creyendo que con ello el lobo quedaría satisfecho en sus ambiciones expansionistas. El resultado fue el opuesto y la fiera regresó con un mayor apetito que desembocó en la segunda guerra mundial. Parodiando a Winston Churchill: Quien intenta comprar la paz alimentando al cocodrilo, sólo logra que este regrese más hambriento.
Colombia se ha empeñado en seguir los mismos senderos de fracaso. El proceso de Paz en el gobierno de Andrés Pastrana solo sirvió para incentivar el control territorial de las Farc sobre la región del Caguán que, al igual con los romanos, terminó sitiando a la capital del país. El acuerdo de paz que firmó Juan Manuel Santos con la guerrilla de las FARC terminó dando origen al nacimiento de otro grupo armado al mando de Ivan Mordisco e Iván Márquez que dejan la sensación que el país solo negoció con los cabecillas de la antigua Farc, dejando libre a una nueva generación para que continúe operando a sus anchas.
Ahora el gobierno Petro busca firmar acuerdos con todos por igual, sin distinción entre delitos políticos o narcotraficantes colados a cambio de desmantelar algunas rutas en espera de penas reducidas. A la fecha pareciera que los únicos que se han desmovilizado son las fuerzas militares, pues mientras el Estado es medroso para el uso de las armas, los bandidos que abundan en el suelo patrio se movilizan a sus anchas, imponen control territorial, dominan sobre las economías de lícitas e ilícitas de regiones enteras y deciden sobre la vida y bienes de sus habitantes.
Lograr la paz es mas que un ideal. Es una necesidad. Colombia merece vivir tranquila y tener una noche sin cuerpos en las morgues, sin coca en la calle, sin niños abusados, sin huérfanos, sin dolor, sin llanto, sin pena. Requerimos pasar la página, pero para lograrlo se requiere una férrea determinación que sin dubitaciones fije el camino y no permita que las circunstancias lo desdibujen. Tristemente, quienes ahora prometen la paz solo evidencian improvisación e incapacidad para garantizar la seguridad de los colombianos condenándonos a vivir otro lustro entre lágrimas.