Tan manoseado el concepto de la “cultura”. Para muchos es poner películas cada sábado (como me lo dijo un hombre que administra un importante teatro de la ciudad); otros dicen que es montar eventos para emborrachar gente, con la condición de que voten por ellos. Hay puristas que prefieren pensar la cultura como saludar en un ascensor de desconocidos o, incluso, leer un libro cada semana sin entender ninguno. La cultura es como la definición de tiempo de San Agustín (busque en Google, perezoso). Se escapa de los diccionarios y de las mochilas de los antropólogos, y resiste siempre los vaivenes ideológicos de los burócratas malabaristas.
La semana pasada terminó otra versión de la Feria del Libro de Manizales. Al igual que cada año, fuimos testigos de cómo los libros son pequeños recuerdos que retrasan el olvido y plasman esa cosa vaga —no hablo de la masa de políticos precandidatos a la Presidencia, hablo de la cultura— en el papel. Manizales se abre paso y supera su propia leyenda de tacita de plata conservadora y se convierte en otra cosa que no está ni en los premios rimbombantes ni en las nostalgias de neblina.
Supongo que no es de ahora y que desde hace años las nuevas generaciones le han dado a la ciudad otro aire que no se corresponde con esa ciudad de identidad de sevillanos en los Andes. La Feria, 16 años después, se ha vuelto un espacio que sirve como un espejo: ahí se ven las fisuras, las grietas, los brillos; también los cambios y lo que siempre es igual: ese corrillo de envidias y de comentarios mala leche de pasillo que otros llaman “gremio de escritores”.
Creo que hay algo en la cultura del libro manizaleña que está emergiendo: autores (en este caso escribo la e inclusiva y no la e patriarcal) que ponen en tela de juicio sus propias vidas para indagar por los valores más enquistados de la sociedad, que comparan su cuerpo con el cuerpo animal, con las montañas, el agua y la selva, que abrazan la poesía como se abraza el último reducto humano —la palabra—, que sienten la fiesta como el lugar en donde fluye la literatura, la más vívida, la más oral, la más real. El lenguaje sigue abriéndose paso entre los manifiestos.
Nuevas editoriales por ahí queriendo atrapar a los autores, nuevas y no tan nuevas librerías queriendo atrapar a los lectores, lectores queriendo atrapar a los autores para que les firmen sus libros (no importa que tengan que esperar cinco, quince, veinte minutos o una hora de fila), nuevos medios de comunicación queriendo mover el debate de lo público hacia algo que sea mucho más que el color de la tanga de la nueva reina del café.
Cuando tenía 13 años, Jorge Santander Arias (subdirector de La Patria) escribió sobre la muerte de Bernardo Arias Trujillo. Al final de la columna —que leí por una publicación de Barequeo—, Santander cita las palabras de Bolívar: “Me tocó la misión del relámpago: rasgar un instante las tinieblas, fulgurar apenas sobre el abismo y tornar a perderse en el vacío”.
Si hay un propósito de la cultura, tal vez sea ese: la misión del relámpago.