Hay muchas cosas que no me gustan de mi cuerpo, pero lo que menos me gusta es la luz opaca que se proyecta en las paredes, la otra extremidad que avanza por las cosas tocándolas sin tocar. No me gusta mi sombra porque no la controlo: va y viene a su antojo, es flexible y multiforme, capaz de camuflarse en la sombra de un techo o en la sombra de un árbol.
Había pensado escoger otra parte de mi cuerpo para dedicarle esta columna. Sin embargo, me parece muy obvio decir que no me gustan ni la bolsa de grasa que trabajo cada semana con cada cerveza, ni que tampoco me gustan las cicatrices de los barros que me han salido en la cara, pequeños cráteres de otras lunas muertas.
Es muy obvio porque estoy hecho de elaborados defectos que conforman uno más grande -un cuerpo es un compendio de defectos; además, a nadie le interesa que se me resequen los codos o que el dedo vecino del pulgar del pie derecho sea el más cabezón de los demás, esto es, el que más se parece a mí-.
A nadie le gusta ver esa otra parte oscura, lateral, incesante, ese esclavo que nos persigue como un soldado viejo o como un amante fiel. A nadie le gusta que le descubran la oscuridad que lo compone, pero esta realidad está hecha de múltiples oscuridades, y nos entrenamos día a día para mencionar la sombra que al otro lo trasciende: “eres un xenófobo”, “eres un machista”, “eres un racista”, “eres un transfóbico” -y jamás reconocemos el alcance de nuestra propia sombra-. A estas alturas el insulto de “hp” suena a piropo de otras épocas.
Como hablamos de oscuridades que nos persiguen, la política se me hace como una especie de inframundo que nos revela la verdad de lo que somos. Cada tanto alguien justifica bombardeos a niños -como el presidente Petro en X con la muerte de los menores de edad en operaciones militares del Guaviare- o ese personaje oscuro que es Abelardo de La Espriella, vestido -o disfrazado de sí mismo- para convencer incautos. De la Espriella -todo en él es un lugar común de telenovela, desde la barba demasiado hecha hasta la voz impostada de caricatura de tenor-, iluminado por los flashes de TikTok, muy preocupado por representar la imagen de un tigre, aunque no llegue ni a sombra de gato.
Tampoco me gusta mi sombra porque me iguala demasiado con las cosas. Me gusta mantener mi diferencia, como habrá visto el lector improbable que se ha asomado a esta esquina olvidada del periódico, donde convivo con las sombras. Me aterra ser igual a la hormiga o a la silla, o a la hoja que se pudre, o al cuchillo y su filo, o a la sombra del marco de la ventana que se desliza por el piso de mi casa cada mañana. Quisiera ser un sol que tal vez no tenga sombra o la sombra de un pensamiento fugaz como un respiro.
Todo para decir que no me gusta mi sombra porque la amo. En otras palabras: la envidio. No me gusta mi sombra porque la envidio.