Tal vez el escritor más racional del boom latinoamericano murió con un toque de magia. Dicen que rejuvenecía: el pelo blanco se le fue tornando negro. El filósofo chileno Arturo Fontaine, amigo de Vargas Llosa, cuando se acercó al ataúd, dijo que “tenía el pelo completamente negro, toda la parte frontal, al menos”. Tinte vanidoso inesperado, juego de la biología o del destino, por lo menos sí es un indicio de aquello que deseó el nobel de Literatura: parecerse a un personaje de novelas de ficción.

Ese flamante representante de la literatura latinoamericana del siglo pasado escribió en el libro La tentación de lo imposible (un ensayo sobre Los miserables de Victor Hugo) lo siguiente sobre el escritor francés: “Parecería que la vida de alguien que generó toneladas de papel borroneadas de tinta fuera la de un monje laborioso y sedentario (…). Pero no, lo extraordinario es que Victor Hugo hizo en la vida casi tantas cosas como las que su imaginación y su palabra fantasearon”. Lo anterior podría ser útil para describirlo a él mismo. Más que a los personajes de ficción, parece que Vargas Llosa quería emular a los escritores que amaba.

Si bien decía que llevaba una vida casi monacal, alguien que se casó con su tía y con su prima, que le dejó un ojo morado a un escritor consagrado, que lideró cruzadas contra perfectos idiotas latinoamericanos, que enseñó los restos de una literatura moderna, que se lanzó para presidente, que viajó a países en guerra para escribir reportajes, que amaba y defendía la tauromaquia, que votó por los antiliberales Milei y Bolsonaro (y eso que se decía “liberal”); ese escritor no creo que haya sido un monje. En algunas de sus entrevistas dijo que prefería la literatura de acción; como Hemingway, él también era un hombre de acción que se dedicó a escribir.

En el mismo prólogo del ensayo sobre Los miserables, llamado “Victor Hugo, océano”, Vargas Llosa se pregunta: si un lector obsesivo quisiera leer toda la obra y los manuscritos y las cartas de Hugo, ¿cuánto se demoraría? Responde que unos diez años, dedicado exclusivamente a esa empresa. Ahora volteemos la torta: ¿el mismo lector desprevenido cuánto se demoraría en leer las novelas, los ensayos, los artículos periodísticos, las obras teatrales, los cuentos, los manuscritos, etc., que dejó Vargas Llosa? Supongo que también unos diez años mal contados.

La pregunta es insustancial como la respuesta. Sin embargo me sirve para pensar en Vargas Llosa como un escritor con un amor tan fuerte a la “tentación imposible” de la literatura que no pudo más que ceder a ella. En Cartas a un joven novelista Vargas Llosa le explica a un hipotético aprendiz de escritor de ficciones que la vocación literaria es como tener en los intestinos el parásito de la solitaria: hagas lo que hagas, ames lo que odies y odies lo que ames, el parásito de la literatura se alimenta de tu vida.

Como dijo su hijo Álvaro en el Elogio fúnebre de mi padre: “Ya que la forma humana es una máscara que esconde el verdadero rostro, que es la idea, lo que sobrevive es eso, la idea. La idea Vargas Llosa”. Quizás con el miedo de no morirse en vida, supongo que Vargas Llosa aceptó digno su sino: ser “una idea literaria”.

Buen viaje, océano.