Cuando desde Washington se agitan amenazas de sanciones o “intervenciones” envueltas en discursos de preocupación democrática, cabría esperar una reacción ciudadana clara, informada y serena. Lo razonable sería un país capaz de comprender que la soberanía no se negocia y que los desacuerdos internos no se tramitan mediante presiones externas. Sin embargo, la respuesta ha sido, en general, tibia, fragmentada y, en algunos sectores, complaciente.

Un sector de la oposición colombiana -en especial aquel que no asimiló la derrota electoral- ha leído los gestos de Donald Trump y su entorno como una oportunidad política. Debilitar al Gobierno de Gustavo Petro parece justificar, para algunos, el costo de exponer al país a intervenciones extranjeras. El discurso es cuidadoso: se habla de “alertas institucionales” y “preocupaciones democráticas”, pero el mensaje implícito resulta evidente. Esta estrategia no es nueva en América Latina y su balance histórico dista mucho de ser alentador.

A esa narrativa se han sumado medios corporativos que, más que contextualizar, amplifican el miedo. Durante décadas han cumplido un papel de intermediación que suele favorecer la estabilidad del poder hegemónico antes que el debate informado. El resultado es una ciudadanía saturada de ruido, intimidada y cada vez más distante de asuntos que se perciben como ajenos, técnicos o lejanos, como la política en general y la política internacional en particular.

Lo paradójico es que, mientras el relato alarmista domina titulares, los datos objetivos circulan con mucha menor fuerza. Colombia mantiene la cooperación internacional en la lucha contra los carteles de las drogas, ha incrementado las incautaciones a cifras récord, ha golpeado estructuras financieras del narcotráfico y, lo más importante, está interviniendo las causas estructurales de ese flagelo: pobreza rural, concentración de la tierra y ausencia histórica del Estado.

Más del 60% de los municipios con cultivos ilícitos presentan altos niveles de pobreza multidimensional y baja formalización de la propiedad rural. Por eso la actual estrategia del Gobierno combina incautaciones con reforma agraria, formalización de tierras, inversión social y sustitución voluntaria. No es un camino rápido ni vistoso, es distinto: no es un milagro, es un proceso.

La pregunta de fondo es cultural y política: ¿por qué asimilamos con mayor facilidad las amenazas externas (incluso viéndolas como solución), que los avances internos? Tal vez porque seguimos atrapados en un paradigma en el que la ciudadanía observa, opina y se indigna, pero participa poco. La política continúa viéndose como un asunto ajeno, que dizque de “los políticos”, no como una tarea cotidiana de la ciudadanía.

Asumir otro rumbo implica entender que la polarización es diferenciación, que la oposición debe ser preparación para gobernar, que la crítica no equivale a traición y que la democracia se defiende con información, organización y participación, no con aplausos a presiones externas, ni con silencios cómplices. De no entenderlo, otros seguirán decidiendo por nosotros... y, como tantas otras veces, diremos que no sabíamos.

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Posdata: Resulta revelador observar a quienes practican el silencio cómplice frente a las presiones indebidas a Colombia mientras miran encuestas, o ballenas; lo llaman prudencia, pero es simple cálculo. Más revelador es observar a quienes las aplauden, y piden tutelas extranjeras, dicen que es por patriotismo, pero eso es traición a la patria. Estar despierto no es parpadear frente al titular: es informarse, pensar y asumir posturas éticas defendibles, incluso cuando no parecen convenientes ni garantizan premio.