La palabra libertad proviene de la raíz indoeuropea leudh (“crecer” o “pertenecer a un pueblo”) y del latín libertas. Su origen revela una idea poderosa: ser libre es participar como igual en una comunidad. Solo cuando convivimos bajo el respeto mutuo y la organización, la libertad se vuelve real y duradera.
En ese contexto la libertad de expresión -el derecho a expresar ideas, opiniones, creencias y sentimientos sin temor a represalias- cobra sentido. Su valor está en que garantiza la circulación de ideas (base de toda democracia), protege el pensamiento diverso, ampara el derecho a disentir y permite criticar al poder y exigir la rendición de cuentas.
Sin libertad de expresión la libertad es una mera apariencia: no podríamos pensar en voz alta, ni ser parte activa de los asuntos públicos.
Y los medios de comunicación son fundamentales para garantizar esa libertad. Pero si se subordinan al capital y traicionan su función ética, se convierten en verdugos de la libertad. Por eso, para defender la libertad de expresión se requieren medios independientes, responsables y comprometidos con el bien común, no con los intereses privados o de las élites económicas.
¿Qué papel han tenido los medios en los golpes de Estado en América Latina? Ignacio Ramonet, (“La tiranía de la comunicación”, 1999), advierte que muchos medios han servido como herramientas de manipulación y control, imponiendo relatos, agendas y realidades favorables a los intereses corporativos.
Golpes como los de Paraguay (1954), Chile y, Uruguay (1973) o Argentina (1976) evidencian el papel de los medios como cómplices del poder detrás de los golpes.
Algunos periodistas colombianos se resisten a ser funcionales al poder establecido: María Jimena Duzán denunció cómo Álvaro Uribe usó los medios para consolidar su poder y manipular la opinión pública; Cecilia Orozco critica el cubrimiento del conflicto armado y los procesos de paz; María Teresa Herrán analiza la concentración de la propiedad mediática y su impacto sobre la democracia y la ética periodística; Olga Behar evidencia discursos mediáticos que encubren intereses oscuros, legitimando acciones políticas o militares antidemocráticas, y Gonzalo Guillén denuncia las alianzas político-económicas que moldean la agenda de los medios corporativos.
En Colombia, los medios han jugado roles clave, tanto en la defensa de los poderes tradicionales (corporativos, mafiosos, de clanes) como en el cuestionamiento a un Gobierno que no controlan: el del cambio. Desinforman, hacen propaganda, crean enemigos internos, censuran voces críticas, e intentan legitimar el derrocamiento simbólico.
Hoy ese papel se evidencia en el intento de desestabilizar el Gobierno progresista de Gustavo Petro. La concentración mediática en manos de conglomerados económicos favorece narrativas con sesgos antigobiernistas.
Colombia ha sido considerada una democracia sólida, pero quizás lo ha sido porque funcionó como una “dictadura perfecta”: hegemonía partidista, control de medios, rotación de funciones y pacto autoritario con apariencia de estabilidad. Ahora que el Gobierno no responde a esos intereses, el hegemón intenta construir relatos que lo debiliten.
En una sociedad, la libertad auténtica exige que los medios garanticen información plural y veraz, no que protejan los privilegios de unos pocos.
Coletilla: La libertad de prensa termina donde empieza el anuncio del patrocinador o el propietario.