América Latina vive desde hace dos décadas un fenómeno político que, con matices nacionales, busca reequilibrar la relación entre Estado, mercado y ciudadanía: el progresismo. Desde el Frente Amplio uruguayo hasta Morena en México, estos movimientos han procurado que el crecimiento económico se traduzca en bienestar colectivo, no solo en cifras macroeconómicas.

Con la llegada de Gustavo Petro a la Presidencia, Colombia se suma a esa corriente regional que propone una transformación profunda: más derechos, más equidad y un Estado que garantice el bien común.

A diferencia de Paraguay o México, Colombia carece aún de una cultura política que favorezca la unión en la diferencia. Desde la Alianza Democrática M19 hasta el Pacto Histórico, los intentos por conformar frentes amplios han terminado absorbidos por pactos entre cúpulas partidistas, dejando al margen a la sociedad civil. Esta, por su parte, tampoco ha desarrollado la madurez política necesaria para apropiarse de esos procesos. Así, la consigna de “unidad” se ha limitado a acuerdos entre élites. Por eso, aunque Gustavo Petro ha consolidado el respaldo de las bases, aún no existe un progresismo organizado electoralmente, condición indispensable para construir un modelo social, político y económico duradero.

En su esencia, el progresismo no representa una ideología de ruptura, sino de transformación estructural y ampliación de derechos. Se sustenta en la justicia social, la inclusión, la sostenibilidad y la participación ciudadana. Sus políticas buscan fortalecer la educación, la salud, la protección ambiental y las oportunidades económicas para los sectores históricamente marginados. La experiencia de países como Uruguay o México demuestra que, con instituciones sólidas y consensos amplios, es posible reducir la pobreza y consolidar la cohesión social sin poner en riesgo la democracia.

No obstante, cada proceso se desarrolla en un contexto propio. En Colombia, el Gobierno de Gustavo Petro ha iniciado su gestión en medio de una fuerte polarización, con resistencias que van desde el Congreso hasta sectores empresariales, mediáticos y judiciales. La derecha tradicional, cómoda en su papel de administradora del statu quo, ha reaccionado con una mezcla de escepticismo y hostilidad, incluso recurriendo a contactos internacionales para desacreditar al país. Esa actitud revela algo más profundo: una educación política que nos ha enseñado a temer al cambio.

Durante décadas se nos enseñó que “más vale malo conocido que bueno por conocer”. Esa mentalidad conservadora, que privilegia la comodidad frente al desafío de transformar, ha condicionado nuestra vida pública. Nos hemos habituado a convivir con desigualdades extremas, servicios precarios y violencias estructurales, siempre que la rutina no se altere. El progresismo, al confrontar ese miedo colectivo, despierta esperanza y también resistencia.

El gran desafío colombiano consiste en convertir esa resistencia en participación consciente. Como señaló Albert Bandura, las personas aprenden observando, y desarrollan su sentido de agencia: la capacidad de actuar y transformar su entorno. En esa línea el progresismo no pretende imponer obediencia sino fortalecer el empoderamiento colectivo, la convicción de que la sociedad puede ser protagonista de su propio destino.

Esta primera entrega, de una serie sobre el proceso de transformación en curso, busca invitar a la reflexión, no a la idolatría. El cambio que se vive no es una amenaza, es una oportunidad histórica para construir una Colombia más humana, justa y equitativa. Rechazar ese debate en nombre de la “seguridad” o la “tradición” es condenarnos a repetir el pasado que, como país, anhelamos superar.

Posdata: ¿podrá la derecha reconciliarse alguna vez con la idea de cambio, a la que tanto se ha

resistido?