Si se conoce algo de historia colombiana (y la derecha excluyó la asignatura de las aulas) hay que reconocer que la reforma agraria del Gobierno de Gustavo Petro aspira a ser transformadora, y se plantea como un salto cualitativo frente a los fracasos anteriores. Esta vez la apuesta es genuina, y eso lo demuestra la entrega de más de 1 millón de hectáreas hasta la fecha, por medio de compras voluntarias y sin recurrir a la expropiación, aunque sea legalmente posible.
Lo más destacable es que Gustavo Petro reactivó el Sistema Nacional de Reforma Agraria, regulado con el decreto 1406 del 2023, para darle músculo institucional al punto 1 del Acuerdo de Paz. En paralelo, la Agencia Nacional de Tierras reportó más de 1,8 millones de hectáreas formalizadas, especialmente para comunidades afro e indígenas: un avance técnico y ético.
Este modelo es más integral que los anteriores: no solo entrega predios sino que acompaña su desarrollo con crédito campesino, asistencia técnica, impulso a zonas de reserva campesina y reconocimiento de la función social de la tierra. Así se busca que la propiedad no sea un fin en sí misma, sino un medio para producir, generar empleo rural y fortalecer economías populares sostenibles.
Pero el proyecto enfrenta resistencias históricas que vienen del mismo engranaje de exclusión que trata de corregir. Terratenientes tradicionales y políticos con poder territorial, especialmente en zonas agrícolas como el Eje Cafetero y Caldas, ven con desconfianza una reforma que puede limitar sus estructuras de poder económico y social. La lógica clientelar ha sido rota por el Gobierno al privilegiar adquisiciones voluntarias, pero el temor de pérdida de dominio sobre el territorio sigue latente.
Otro obstáculo relevante para esta reforma es legislativo. El presidente ha pedido al Congreso modificar normas que “obstaculizan el traslado de tierras” para materializar la reforma con la velocidad que exige el Acuerdo de Paz, y la ministra de Agricultura, Martha Carvajalino, ha señalado que el esquema actual ha funcionado sin expropiaciones, pero están preparados para usarlas si es necesario.
Este empuje institucional choca también con las realidades del conflicto armado. Aun cuando no hay una reforma guerrillera o paramilitar explícita, el control territorial de grupos ilegales dificulta la entrada del Estado en zonas clave. Esa es una limitación histórica que pesa mucho sobre el intento de “democratizar la tierra”.
Como columnista y analista quiero decir con claridad que esta reforma agraria no es una versión maquillada de un discurso viejo; es una propuesta ambiciosa, realista y valiente, que busca romper la inequidad estructural y dar poder al campesinado. También es una reforma política, porque debilita los feudos terratenientes que han mantenido el poder de las élites del establecimiento.
Pero es una apuesta que exige algo más: movimiento social, participación constante y vigilancia ciudadana. No bastan los decretos ni las compras: el éxito dependerá de que los campesinos, las comunidades y el Estado construyan juntos un nuevo pacto territorial, porque transformar la tierra no es solo repartir, es reparar, producir y empoderar.
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Posdata: Existen antecedentes de defensa del latifundio y bloqueo de reformas agrarias en Caldas y el Eje Cafetero, ligados al conflicto armado: colonos vs. terratenientes (1900–1940), violencia bipartidista por control territorial (1946–1965), resistencia directa al Incora (1961–1985) y paramilitarismo como contención de movimientos agrarios (1985...). Son episodios poco estudiados y a veces silenciados, pero forman parte de la resistencia violenta de sectores de terratenientes en la región. ¿Lo lograrán esta vez?