Entrenar es un arte de la disciplina. Ser entrenados, una bendición del consejo. Un buen entrenador inspira, transforma. Uno que falle puede volver la meta un sueño inalcanzable.
Tengo la fortuna de tener una entrenadora que no lleva silbato ni cronómetro, sino preguntas, silencios y una mirada cálida. Es mi terapeuta, María Leonor Velásquez y creo que, en todos estos años, me ha entrenado en uno de los ejercicios más invisibles, pero potentes: sostenerme con buen humor; con comedia y burla por mis “eventos adversos”.
Aunque muchos no lo saben, una de mis actitudes más salvavidas es mi capacidad para hacer bromas, para burlarme de mi vida con ternura, para soltar un chascarrillo en el momento menos esperado y aligerar el ambiente. Así como puedo ser serio, puedo pasar inmediatamente a la acidez del buen humor o del sarcasmo.
Este año sí que he aprendido a reír. Hasta he redescubierto los chistes de siempre de Chespirito y me río. En Twitter, a veces, la paso estupendo con algunas ocurrencias y hay comentarios increíbles en videos que me dan vida. Mi amigo @SanHerreraG sale con unos tiros que siempre llevan a la sonrisa. Ya solo me falta reírme algún día viendo Sábados Felices —aunque no lo veo viable— y quedaría completo.
Lo hago no como escapismo, sino como puente. María Leonor me ha hecho ver el valor de eso porque siempre que llego a terapia, por muy derrumbado que crea estar, empiezo contando mis pesares entre risas y de repente la verdad se asoma con más naturalidad, como si las carcajadas prepararan el terreno para lo importante.
Esta revelación no llegó sola. Una amiga me recomendó ver Ted Lasso, la serie sobre un entrenador de fútbol americano que, sin saber nada de fútbol europeo, termina dirigiendo un equipo de la Premier League. Pero Ted no entrena deportistas, sino, humanos. Lo hace a través del ánimo, de la confianza, y, sobre todo, del humor porque cree en sus dirigidos. En la serie está la gracia como bálsamo, como herramienta, como arte.
Ese humor que parece un adorno, en realidad, es un lenguaje emocional de altísimo alcance. Cuando alguien se ríe nosotros —y no de nosotros— se derriban barreras y se suspende el juicio. También, se abre un espacio de complicidad. El buen humor crea confianza sin discursos, por lo que es igualmente un atajo a lo humano, a lo real y vulnerable, a lo que nos permite respirar más livianos.
Desde hace unos años entendí que las relaciones más auténticas de mi vida han sido aquellas donde el humor tuvo permiso de entrar y donde pude mostrarme sin solemnidad, incluso haciendo chistes de mis propias torpezas o vulnerabilidades.
Creo que una broma bien tejida puede ser una forma de extender la mano, de decir: “aquí puedes bajar la guardia” y por eso confío más en quienes saben reír conmigo, incluso en medio del caos.
El humor bien usado es un código de ternura. No es evasión ni burla. No es una forma de evitar el dolor, pero sí es una forma de acompañarlo o de aligerarlo sin negarlo. A veces, sirve la comedia para nombrarlo cuando las palabras no alcanzan.
He aprendido que uno puede contar sus penas con humor sin traicionarse. De hecho, hay días en los que llego a terapia destruido, pero en vez de lanzar un drama, le digo a mi terapeuta que “he estado de turismo por algunos círculos del infierno”.
Lo digo con una sonrisa y con un dejo de verdad. No me burlo de lo que siento, solo intento poder decirlo sin que me ahogue, porque hay dolores que solo se dejan nombrar si los rodeamos de una ironía afectuosa, como quien entra descalzo a una casa ajena.
Eso me ha enseñado este entrenamiento silencioso: que a veces la única forma de contar lo insoportable es reírnos de cómo lo vivimos y esa risa no niega nada, sino que lo revela desde un lugar más respirable.
Hoy consumo menos noticieros y más comedia. Me río con Ted Lasso, con los videos de Luisa Grajales parodiando a las familias del centro del país, con pequeños absurdos del día a día, porque reírme me ayuda a procesar mejor lo que de otro modo me saturaría y me daría ansiedad o llenaría de angustia. La comedia alivia y regenera.
Hace poco, en una reunión laboral, alguien mencionó el municipio vallecaucano de Yotoco. Yo, con mi irreverencia habitual, interrumpí:
—¿Ustedes saben cuál es el gentilicio de Yotoco? Por favor, no sean malpensados.
Todos rieron unos segundos después. Esa risa, aunque simple, ayudó a aliviar un momento de tensión. Sirvió para destrabar el ambiente, pues el humor es eso: una herramienta para respirar en medio de la densidad. Una forma de hacernos más livianos.
A veces creo que el humor —bueno o malo— no se enseña, sino que se contagia. Me doy cuenta de que en espacios donde la risa ha sido bienvenida, la gente se suelta, confía, comparte más de sí, como si la carcajada fuera una llave para abrir lo que el miedo cerró.
El humor que hoy defiendo no es escudo ni disfraz. Es, mejor, compañía y no es una risa nerviosa que tapa. Es una risa honesta que sostiene.
Friedrich Nietzsche decía que el ser humano no posee ningún arma más eficaz contra el sufrimiento que la ligera ironía. Estoy de acuerdo, porque hay lucidez en quien se burla con gracia de lo que le duele y esa lucidez no es cinismo. Es valentía.
De hecho, creo que hay que ser muy valiente para hacer un chiste sobre uno mismo cuando aún duele y esa es una de las formas más hondas de autocuidado. Como decía Milan Kundera: reírse de uno mismo es el grado más alto del espíritu.
Esto implica desmontar el ego, desinflar las pretensiones y aceptar nuestra humanidad sin filtros y al hacerlo, uno no solo se cuida: también cuida a los demás.
El buen humor —o “estar de buen pelo”, como le llama inexplicablemente mi papá— es, muchas veces, una forma de inteligencia emocional. No busca brillar, pero sí busca conectar. No se lanza como piedra, sino como puente.
Hay personas que tienen ese don: hacen un comentario agudo, todos reímos y nadie sale herido. Al contrario, sentimos que nos entendemos más y que compartimos una tregua emocional. A mí me encantaría cultivar más ese arte, porque no se trata del chiste en sí, sino de lo que produce: una sensación de alivio, de pertenencia, de hospitalidad emocional.
También admiro profundamente a quienes pueden reírse en soledad porque no siempre necesitamos una audiencia. A veces basta una escena ridícula en la cotidianidad, una torpeza nuestra, una frase mal dicha y el cuerpo se sacude en una carcajada íntima, reparadora. Esa es, para mí, una de las señales más bellas de estar vivos.
Pero también hay un humor que hiere y que se disfraza de inteligencia, pero en realidad es crueldad encubierta. Ese, lo evito, pues no me interesa reírme a costa de nadie. Me interesa el humor que acompaña, que sintoniza y que se ríe con, no de. Además, que nos recuerda que seguimos siendo humanos, bien sensibles y tremendamente imperfectos.
Henri Bergson, en su ensayo La risa, decía que lo cómico surge cuando lo mecánico irrumpe en lo vivo, pero, también, cuando lo vivo se niega a volverse mecánico. En un mundo que muchas veces nos quiere robotizados, funcionales y perfectos, reír puede ser un gesto de resistencia vital. Un recordatorio de que seguimos siendo impredecibles y espontáneos.
Por eso me conmueven las personas que, incluso en sus momentos más oscuros, logran hacer reír. No porque escondan su dolor, sino porque entienden que la risa no lo niega, lo transforma, que no traiciona el duelo, sino que lo suaviza, lo acomoda, lo vuelve narrable.
A mí me pasa poco, pero cuando sucede es inolvidable: esas carcajadas que terminan en llanto, o esos llantos que terminan en risa. Hace poco me ocurrió en un almuerzo con mis papás.
Empezó con una broma por un video de unas señoras que cantaban una balada y parecían borrachas en valeriana, pero que terminó en lágrimas y en medio hubo una sensación de plenitud. Como si el cuerpo, agradecido, me dijera: gracias por esto. Gracias por reír.
Reír, así, también es cuidar: Cuidar al otro cuando lo ayudamos a aligerar sin minimizar lo que siente o cuidarnos a nosotros mismos cuando nos permitimos una risa sin culpa. Cuidar los vínculos cuando elegimos ese humor que no excluye, sino que abraza.
También es recordar que la vida, por más seria que se ponga, puede encontrar alivio en los momentos pequeños. Como reírnos en medio de una fila, en una sobremesa, o en un mensaje que no espera respuesta, pero deja una sonrisa. A veces eso basta y sostiene.
El humor también es una forma ética, porque es una manera de estar en el mundo sin dejar de mirar el dolor, pero eligiendo no multiplicarlo. Una forma de resistir al cinismo, de no dejarnos secar por dentro. Una forma de vivir más ligeros y menos atados al dolor y al rencor.
Hoy entiendo que mi terapeuta no solo me ha escuchado durante años. Me ha entrenado en el arte de sostenerme con humor.
Como Ted Lasso, he descubierto que a veces no se trata de ser el más experto, sino el más humano y que en medio del caos cotidiano, de los duelos, de los vínculos complejos y de las incertidumbres, cultivar la risa —propia y compartida— puede ser una de las formas más poderosas de amor.
Yo no quiero ser el que siempre tiene la razón, sino que, mejor, quiero ser de esos que, cuando todo se pone gris, logran al menos arrancar una sonrisa sincera. Aunque sea una, aunque sea chiquita. Aunque venga entre lágrimas.
Si no te nace, siempre puedes volver al chiste de Yotoco. Te reirás, aunque sea por malpensado y eso, al final, también, será alivio (y un aprendizaje de cultura general).