Hay un tipo de belleza que se escapa del cálculo, del ensayo, de la corrección. 

Una belleza que brota sola, sin pedir permiso, como el gesto que se escapa antes de ser pensado o la risa que nace sin explicación y que siempre nos resulta celosamente contagiosa. 

A eso le llamo espontaneidad y cada vez creo más que es una de las formas más puras de libertad. 

En un mundo que insiste en controlarlo todo -el cuerpo, las emociones, las palabras, las narrativas- ser espontáneo es casi un acto subversivo y rebelde. 

Resistirse al molde, al deber ser, a ese filtro invisible que nos va robando lo genuino. No se trata de actuar sin pensar, sino de vivir sin miedo a ser.

Quizás hemos confundido durante demasiado tiempo la comodidad con la libertad que nos lleva a ser espontáneos y sigo insistiendo en que la obsesión por estar cómodos no nos permite crecer. ¿Quién crece verdaderamente en la comodidad? 

Estar cómodos en un entorno no siempre significa estar siendo nosotros mismos. En cambio, hay algo profundamente liberador en poder decir lo que uno siente, moverse como le nace, expresarse con el tono propio, sin necesidad de adaptarse al paisaje. 

No hablo de descuido ni de desborde, tampoco de atropellar con intemperancia, sino de esa presencia viva que no se edita, que no se excusa, que no se censura a sí misma. 

Hay un gozo profundo en poder ser sin tener que corregirse todo el tiempo, en habitar los propios gestos sin temor a desentonar.

A veces creemos que somos espontáneos, hasta que recordamos cuánto hemos ensayado por dentro antes de hablar. Cuántas veces regulamos el tono, el gesto, la risa, para no desentonar. 

Nos anticipamos incluso al sentir, como si estuviéramos obligados a ajustarnos antes de mostrarnos. Sin embargo, cuando alguien se permite simplemente ser —sin filtros ni disfraces— algo se abre. 

Lo genuino siempre tiene un efecto espejo. Invita a otros a relajarse, a soltar también su versión editada. Hay una dimensión profundamente afectiva en ese acto: la espontaneidad genera vínculos más reales, porque parte de lo verdadero.

Recuerdo tantas veces en la que, de joven, reprimí una emoción por miedo a parecer exagerado, o bajé el volumen de mi entusiasmo para no incomodar. ¿Cuántas veces hacemos eso? ¿Cuántas veces nos vamos diluyendo en los matices del agrado, del tono correcto, de lo esperado? 

La espontaneidad no es desfachatez, es confianza. Es saber que lo que emerge de nosotros -si nace con respeto, con afecto, con verdad- tiene derecho a salir al mundo sin disfraz. Cuando nos lo permitimos, algo cambia. No solo en nosotros, sino en los otros; porque lo auténtico es contagioso. Desarma, alivia, invita a lo real. 

(Es aquí donde aprovecho para decirles que escuchen también la historia de Felipe Castillo en el podcast que acompaña esta columna, porque hay gestos espontáneos que nos devuelven el sentido de la vida).

Tal vez, por eso este tema me atraviesa tan profundamente. No hablo solo desde la teoría, ni desde la contemplación estética de lo espontáneo. Hablo también desde lo que me pasa, desde las formas en que yo mismo he tenido que aprender -a veces con tropiezos- a ser más honesto conmigo y con los demás.

Confieso que últimamente he notado un vicio terrible en mí: me disculpo por decir lo que siento. Es como si al expresar una emoción, una opinión honesta o una inquietud, tuviera que pedir perdón por incomodar. 

Hace un par de semanas dije: “Te amo” y pedí perdón por haberlo dicho. También, a veces lo hago sin pensarlo, como un reflejo automático que se ha instalado en mi cuerpo y en mi lenguaje. 

No sé bien si lo aprendí durante mi tiempo en Londres -donde decir “sorry” por todo parece parte del aire que se respira entre la bruma- o si simplemente me adapté a esa costumbre de suavizar cada gesto con una disculpa. 

Pero me doy cuenta de que, aunque parezca una cortesía, muchas veces es una forma encubierta de autocensura.

Y me duele reconocerlo, porque detrás de esa aparente amabilidad se esconde una trampa: la idea de que sentir está mal, de que expresar es una intromisión, de que ser uno mismo puede ser demasiado. Es más; a mi mejor amigo le he dicho que lo abrumo y él ya pierde la paciencia haciéndome entender de que no es así.

Esa forma de pedir perdón por ser me ha impedido muchas veces habitar con libertad lo que pienso, lo que necesito decir, lo que mi alma necesita soltar. 

Quizás por eso esta columna también es una especie de ejercicio terapéutico, una forma de recordarme que no tengo que excusarme por sentir. Que no necesito pedir permiso para ser honesto. Que uno también se libera cuando deja de disculparse por ser real y es algo que alimenta mis relaciones interpersonales de todo tipo; desde lo laboral hasta lo más íntimo e inenarrable.

Hay vínculos en los que uno puede bajar la guardia. Personas frente a las que no se necesita medir cada palabra ni regular cada emoción. Se puede llorar sin vergüenza, reírse a carcajadas, aunque no sea elegante, quedarse en silencio sin tener que llenar el vacío. 

En esos espacios, no se espera que seamos extraordinarios. Solo se espera que seamos. Y ese “basta con ser” es uno de los aprendizajes más hondos de la vida. 

Llegar a ese punto donde uno se permite habitar sus matices, sus dudas, sus rarezas, sin pedir permiso ni disculpas, es una forma de descanso emocional que no siempre sabemos nombrar, pero que el alma reconoce.

El filósofo Michel de Montaigne lo intuía cuando decía que las palabras más espontáneas son también las más cercanas a la verdad. La autenticidad no tiene por qué ser solemne. A veces basta un gesto no ensayado, una expresión sin pulir, una emoción que se escapa del guion, para recordarnos quiénes somos en esencia. 

Esa búsqueda por vivir sin artificio tiene un eco también en ciertas ideas del pensamiento epicúreo, que entendían el placer no como exceso, sino como esa serenidad que se alcanza cuando no hay tensión entre lo que uno es y lo que uno muestra. 

El placer de vivir en armonía consigo mismo, sin sobreactuaciones ni máscaras, es probablemente una de las formas más profundas de bienestar.

Nietzsche, desde otro lugar, defendía la vida auténtica como una afirmación radical del ser. Rechazaba todo lo que nos volviera uniformes, todo lo que nos apagara el impulso vital. 

Tal vez sin decirlo con esas palabras, hablaba también de la espontaneidad: de ese vivir sin domesticar lo que vibra, sin encerrar el deseo, sin censurar lo que emerge. Ser uno mismo- aunque incomode, aunque no encaje, aunque desentone- era para él una expresión de coraje.

Incluso la psicología contemporánea ha reconocido que la espontaneidad es una manifestación del yo auténtico. No del capricho impulsivo, sino del equilibrio emocional que permite que las emociones y los pensamientos fluyan sin censura interna ni miedo a la desaprobación. 

Esa libertad interior, que se cultiva con afecto propio, con conciencia y con respeto, es una forma de autorregulación saludable que se aprende cuando dejamos de actuar para agradar y empezamos a vivir para sentir. Se habla también del self o ‘yo’ congruente, ese yo que no está dividido entre lo que muestra y lo que habita, entre lo que siente y lo que dice.

No obstante, seguimos llenando la vida de personajes. De guiones aprendidos. De máscaras con sonrisa prestada. Hasta que un día nos cansamos y entendemos que la mayor conquista no es llegar a ser como esperan los demás, sino como realmente somos cuando nadie nos está mirando. 

Cuando nos descubrimos riendo como niños, hablando sin ensayo, llorando sin miedo, bailando, aunque nadie aplauda. Ahí, en ese instante, hay verdad.

A veces lo espontáneo es apenas un gesto pequeño: un mensaje enviado sin pensarlo demasiado, una canción que cantamos en voz alta, una palabra de cariño que se nos escapa. Aun así, esos pequeños actos cargan un poder invisible. 

Son los que construyen cercanía, los que sostienen afectos verdaderos, los que hacen que la vida no se vuelva un acto de representación, sino una experiencia vivida desde lo hondo. Nadie necesita ser perfecto para ser entrañable; basta con ser sincero, genuino, presente.

He aprendido que lo espontáneo también es una forma de fe. De fe en que lo que somos es suficiente. De fe en que nuestra presencia, así como es, tiene un valor que no necesita ser decorado. 

Quizás esa sea la enseñanza más poderosa: que se puede vivir sin adornos y aun así ser profundamente amado. Y que quienes realmente nos quieren, no aman la versión perfecta que mostramos al mundo, sino la versión verdadera que se atreve a aparecer sin miedo.

Tal vez por eso hoy celebro tanto la espontaneidad. Porque me recuerda que no vine a encajar, sino a expresarme. Que no necesito una versión mejorada de mí para ser digno de afecto. 

Que puedo ser cambiante, contradictorio, imperfecto… pero real y que eso, en última instancia, también es libertad: poder respirar hondo y saber que no tengo que fingir. Que no hace falta parecer, cuando se ha aprendido a ser.

Volver a la espontaneidad, entonces, no es solo una elección estética o emocional. Es un modo de habitar la vida con más verdad. Y quizás, como lo señalé al principio, ahí está la belleza más libre: en lo que brota sin cálculo, sin ensayo, sin permiso. Porque lo real no necesita maquillaje. Solo necesita espacio para ser.