Rubicundo, amable y risueño, este gran escritor y polemista, con esta actitud descalificaba el duelo de honor a muerte, cuando, por causa de cualquier agravio, real o mínimo, con reto previo dos personajes, en el amanecer, en campo discreto pero con testigos, pistola en mano y espalda contra espalda, caminaban y se retiraban diez pasos, daban media vuelta y se disparaban el uno contra el otro.

Cada cual, así, un medio suicida y al mismo tiempo un medio homicida. En simultáneo víctimas y verdugos, recíprocos.

Su auge data del siglo XVII en Europa y tuvo vigencia hasta finales del siglo XIX. Algunos países se demoraron en prohibirlo, como Uruguay, que solo en 1962 lo ilegalizó.

Advierto varias características en este singular combate. Primero, solo lo practicaban los aristócratas, es decir gente culta.

Segundo, fue una demostración de que la educación, en la historia, no impide que países y personajes encumbrados se comporten como adolescentes.

Tercero, prueba que ciertas ficciones culturales pueden resultar mortales.

Cuarto, el ofendido retaba al ofensor, se supone que para restablecer su honor mediante ese enfrentamiento, pero en sana lógica no se advierte cómo se podría lograr ello mediante tan peculiar procedimiento.

Poco a poco, en medio de lecturas, he seleccionado el duelo de antología, el que más duele, y opino que es el de Aleksandr Pushkin, genial poeta, dramaturgo y novelista ruso, el padre de la literatura de su país, muerto en esta singular lid a los 37 años.

Reviso su biografía y advierto que fue víctima de un psicópata integrado, el diplomático francés Charles d’Anthes. Cortejó este a la esposa de Pushkin, -la que no le correspondía- ; luego le envió un anónimo en el que lo nombraba rey de los cornudos; dado a conocer el escrito, por cuestiones de honor a Pushkin solo le quedó la opción de retarlo a duelo.

Los dos dispararon, d’Anthes recibió un rasguño en un brazo y Pushkin una bala en el estómago. Al día siguiente murió.

Lo ridículo de esta institución fue que cuando la ridiculizaron se procedió a prohibirla.

Mark Twain, dos veces retado, en la primera aceptó, pero aclaró que se trataría de un “duelo de tinta”, en el cual el público juzgaría cuál sería el ganador después de disparar “cañones de ironía” y “bombas de lógica”.

En la segunda exigió que se realizara en una habitación cerrada, a oscuras, con los ojos vendados y con un cuchillo en la mano.

Borges se inventó un duelo, el del escritor Enrique Heine, quien dizque en el lance recibió un balazo en el pecho, pero su billetera con unas monedas evitó la herida. “¡Qué dinero tan bien colocado!”, exclamó, y disparó al aire.

Entre lo risible no podía faltar don Quijote, a quien el “Caballero de la Blanca Luna” le espetó: mi dama es más bella que tu Dulcinea; por ese “agravio” el de “la triste figura” retó, perdió y se tuvo que retirar, Don Quijote, del ejercicio de la caballería andante. Duelista derrotado para morir así, desempleado.

La inteligencia artificial, ella sin vanidades, nos podría indicar ciertos procederes ridículos, nuestros de hoy, que serán objeto de burla mañana.