Los maestros de la Ley y los fariseos le trajeron una mujer que había sido sorprendida en adulterio, y le dijeron: «Maestro, esta mujer es una adúltera y ha sido sorprendida en el acto.

En un caso como éste la Ley de Moisés ordena matar a pedradas a la mujer. Tú ¿qué dices?» (...) Les dijo: «Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le arroje la primera piedra.» Se inclinó de nuevo y siguió escribiendo en el suelo.

Al oír estas palabras, se fueron retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos, hasta que se quedó Jesús solo con la mujer, que seguía de pie ante él.

Entonces se enderezó y le dijo: «Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?» Ella contestó: «Ninguno, Señor.» Y Jesús le dijo: «Tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no vuelvas a pecar». (Jn. 8, 3-11)

Mucho tendríamos que aprender de esta actitud de Jesús frente a la mujer pecadora, pues nos pasamos la vida mirando los errores del otro, juzgando y criticando sin detenernos a mirarnos.

¿Por qué cuesta tanto verse al espejo y reconocer que nos equivocamos? Le pregunto, ¿alguna vez en su vida se ha equivocado? ¿Cómo se trata cuando se equivoca? ¿Se da permiso de agachar la cabeza y reconocer que algo no estuvo bien? O ¿prefiere esconderlo y buscar culpables afuera?

Muchas veces me he equivocado, he cometido errores grandes y pequeños. Durante mucho tiempo pensé que equivocarse era lo peor porque lo que estaba bien era ‘hacerlo perfecto’ y todo lo que se saliera de allí se convertía en una pesadilla.

Había que ganarse el afecto de los demás siendo la mejor, la más estudiosa, la que tenía mejores calificaciones, la que todo lo sabía. Eso parecía que era la fórmula para tener éxito en la vida ¡Qué equivocada estaba!

Buscando ese modelo perfecto terminamos convirtiéndonos en jueces de nosotros y de los demás, nos quedamos mirando el punto negro, en cambio de ver y valorar lo que sí está bien.

Juzgar a los demás con dureza como lo hacen los fariseos con la mujer en el pasaje de la Biblia es algo que vemos con demasiada frecuencia; personas que se erigen en jueces de los demás creyendo que ellos sí son perfectos.

Los que se creen buenos descalifican a los otros y piensan que son malos ¿Qué pensarán los del otro lado? He estado en los dos sitios, en algunos momentos de la vida me sentí la buena y estoy segura que emití juicios que hicieron daño a otros, hubiera querido no hacerlo.

También en ocasiones, ahora con más frecuencia, estoy en el lugar de los que no lo hacen bien, de los que se equivocan. Estar en cualquier extremo puede ser dañino, en el primero nos convertimos en jueces implacables de los demás, en el segundo nos volvemos víctimas de las circunstancias o de los otros.

No parece fácil encontrar el balance entre ‘soy perfecto y tengo la verdad’ vs ‘soy vulnerable y me puedo equivocar’.

Creo que, como dice el médico Mario Alonso Püig, la virtud más importante que debemos cultivar es la humildad.

Algunos filósofos de la antigüedad le dieron a la humildad un lugar importante; recordemos la frase de Sócrates “Solo sé que no sé nada”, una clara invitación a reconocer las limitaciones de nuestro cerebro para abrirnos al aprendizaje;

Confucio la consideraba un valor social que ayuda a poner el bien común sobre los intereses particulares.

También hoy Martha Nussbaum reconoce el valor de la humildad para que surja la empatía y la justicia social, especialmente en contextos de desigualdad.

¿Cómo lograrlo? Pablo D’Ors dice que el silencio es humildad, porque nadie se puede sentir orgulloso por callar mejor que otro.

En el silencio hay ausencia de ruido y también de ego, esto nos permite conectar con nuestra esencia.

Necesitamos mirarnos en el espejo para tomar consciencia de nuestras propias limitaciones, para dejar de culpar a los demás y reconocer qué es eso que yo podría hacer distinto.