“Si podemos sanar a la familia, podemos sanar el mundo” (Virginia Satir, 1916-1988).
Cuando reviso mis heridas, las de quienes acompaño y las que hoy tenemos como humanidad, siempre llego a la misma pregunta ¿qué pasa con la familia? Parecería que la mayoría de nuestras heridas vienen de la primera infancia, de esa época cuando somos más vulnerables y necesitamos cuidado y protección.
¿Qué pasa cuando papá y mamá trabajan, por necesidad o por gusto, y los niños y niñas se quedan solos o con personas que no están en condiciones de acompañarlos; cuando hay muchos problemas en casa y son demasiados hermanitos; cuando los papás están muy grandes o muy jóvenes para hacer la tarea como corresponde?
¿A quién lo educaron para ser papá o mamá? Esto es algo que se aprende dentro de la familia, algunos habrán sido más afortunados y otros no tanto.
Los padres hacen lo mejor que pueden con lo que tienen y muchas veces ellos mismos han tenido vacíos y heridas que, si no se reconocen y sanan, van pasando de generación en generación.
La familia es la primera escuela que tenemos en la vida, el sitio en el que se desarrolla nuestra identidad, se forman nuestras creencias y aprendemos valores para vivir en comunidad.
Francesc Torralba, filósofo y teólogo catalán, dice que vivimos en un mundo que se cae a pedazos. Es evidente que no hay una sola causa: Gobernantes autócratas queriendo tener el control y el dominio sobre los ciudadanos y el resto del mundo; una educación enfocada casi exclusivamente en desarrollar capacidades técnicas, olvidándose de formar seres humanos; una cultura del descarte, como la denominaba el papa Francisco, en la cual los que no están en condiciones de producir, ‘no sirven’.
¿Cómo llegamos aquí? Tal vez por cuenta de un individualismo extremo que nos ha hecho pensar que tenemos que poder solos y que el mundo es de los que salen adelante sin ayuda.
Soy la menor de una familia que, por distintas razones, me dejó muy sola. Era chiquita para la edad de mis hermanos mayores, algunos se fueron muy pronto de la casa y otros tuvieron situaciones propias de la adolescencia, pero yo solo era una niña que necesitaba con quién jugar. Entonces, enfoqué todas mis baterías en ser juiciosa y no molestar.
A lo largo de la vida he sentido el abandono de hermanos mayores que se van o se mueren, de un papá que murió cuando apenas tenía 15 años, de cambios de ciudad y colegios donde no sentía que encajaba, de la pérdida de mi madre que fue papá-mamá.
He tenido que sanar muchas heridas a lo largo de mi vida, pero, sin duda, la más profunda y que todavía duele, es la de la familia.
Estaba Jesús predicando y alguien le dijo que afuera estaban su madre y sus hermanos, él respondió: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?” No es que Jesús negara sus lazos familiares, tal vez, como dice Pablo D’ors en ‘Biografía de la luz’, lo que quiere decir Jesús es que hay algo superior a los lazos de la sangre, los lazos del espíritu.
La familia, dice D’ors, es la herencia biológica, formativa y cultural; debería ser un espacio para nuestro crecimiento interior, pero muchas veces es necesario desprenderse para avanzar.
Sanar las heridas que traemos desde nuestra familia pasa por reconocer que, si bien nuestros padres hicieron lo mejor que pudieron, hubo dificultades y vacíos; aceptar y perdonar lo que nos hizo daño; reconocer y valorar todas las lecciones y aprendizajes que, aún con tropiezos, nos han permitido llegar hasta donde estamos hoy.
La familia no es la suma de individuos, es un sistema en el cual lo que le pasa a uno afecta al resto; una sociedad sana necesita familias saludables. Como dice Satir, sanar el mundo requiere sanar la familia.
Lo invito a mirarse como familia, como un sistema que tiene corazón y alma, no con la voz del juicio, con empatía y coraje, para tomar consciencia y hacerse cargo de su historia, que mañana será la de quienes vienen delante de nosotros.