“No sé”, “no me acuerdo”, “normal”, “creo que siempre fui feliz”. Estas son algunas de las respuestas que escucho en personas que acompaño, como consultora, coach y terapeuta ¿Cuál es la pregunta que cuesta responder? Una muy simple: ¿Cómo fue tu infancia? Cuantos menos recuerdos tenemos, es probable que la herida sea más grande ¿Por qué lo olvidamos? La mente, que siempre busca protegernos, borra, desconecta, esconde, aquellas cosas que hacen daño. Parece más fácil ignorar, guardar, seguir como si no hubiera pasado nada.

Las heridas de la infancia son experiencias emocionales negativas o traumáticas que tenemos en los primeros años de vida, inclusive durante el embarazo de la madre y, dependiendo del tamaño, pueden marcar de manera importante la forma en que nos relacionamos con nosotros y con los demás a lo largo de la vida. Estas heridas no desaparecen por arte de magia, se quedan guardadas en nuestro interior y, durante la vida, se manifiestan en inseguridades, miedos, necesidad de perfección y control, maltrato y violencia; en ocasiones, enfermedad física y/o mental.

Si esto pasa con niños que crecen en ambientes relativamente normales ¿Qué pasará con estos pequeños que hoy viven en medio del conflicto armado? Según UNICEF, a diciembre del 2024, estamos ante el mayor número de conflictos desde la Segunda Guerra Mundial. Alrededor de 473 millones de niños, más de uno de cada seis en el mundo, viven en zonas de violencia; se ha duplicado el porcentaje, pasando de un 10% en la década de 1990 a casi un 19% hoy.

Las cifras en Gaza son alarmantes, desde que se inició la guerra entre Israel y Hamás en octubre 2023, han muerto cerca de 15.000 niños y niñas y unos 34.000 han resultado heridos.

¿Será que estos dirigentes autócratas, tiranos y asesinos que hoy son gobernantes en algunas regiones tienen consciencia sobre lo que están sembrando para el futuro de la humanidad? Podría asegurar que no. Tal vez, ellos mismos fueron víctimas de violencia o maltrato en algún momento de su infancia o de su historia familiar. Y, cuando la raíz del árbol está enferma, no podremos recoger buenos frutos.

Precisamente hoy, 4 de junio, se celebra el Día internacional de los niños víctimas inocentes de agresión. Una fecha elegida por la Asamblea General de Naciones Unidas, en agosto de 1982, con el propósito de tomar consciencia sobre los niños, palestinos y libaneses, víctimas de los actos de agresión de Israel. El objetivo: “construir un lugar seguro para los niños, donde puedan crecer y desarrollase como personas íntegras, sin el sufrimiento y el dolor que implican las guerras y los conflictos”.

Puede pensar: “obvio, los niños son los más vulnerables, hay que cuidarlos”. Pero, ¿lo estamos haciendo? Tal vez, nos estamos quedando en lo que sucede por fuera; en las noticias y en las estadísticas. Sin embargo, nos falta consciencia, no hemos dejado que esta situación interpele nuestro corazón y nos permita asumir, con coraje, nuestra propia responsabilidad para contribuir a la construcción de soluciones estructurales que, sin duda, van más allá de lamentarse o buscar responsables.

El primer paso sería que cada uno intentara recordar -pasar de nuevo por el corazón- su infancia, qué cosas lo hacían sentir feliz, cuáles le causaban dolor, temor o rabia, cuáles lo entristecían, cuándo se sentía solo. Si le cuesta recordar, intente dibujar un plano del que fue su hogar cuando estaba pequeño. La mano se conecta con el corazón, déjela que se conecte con esos recuerdos que su mente, por alguna razón, borró. No importa lo que aparezca, no lo juzgue, dese permiso de traer a su memoria lo que sea que haya pasado y mírelo amablemente, sin juzgarlo o juzgarse.

No se trata de despertar culpa, ni rabia, solo de mirar compasivamente nuestra historia para avanzar en un proceso de aprendizaje más profundo que permita tomar consciencia y tener el coraje de sanar heridas que puedan estar haciendo daño en la actualidad, a nosotros o a quienes nos rodean. Sanar nuestras heridas nos permitirá ser mejores miembros de esta sociedad que, no sólo necesita buenos dirigentes, sino y, sobre todo, buenos seres humanos.