“Todo está relacionado, y todos nosotros, seres humanos, caminamos juntos como hermanos y hermanas en una hermosa peregrinación, entrelazados por el amor que Dios tiene a cada una de sus criaturas y que nos une también con tierno afecto al hermano Sol, a la hermana Luna, al hermano río y a la Madre Tierra” (Francisco, 2015). Esta semana, del 21 al 28 de mayo, se conmemora la publicación de la encíclica ‘Laudato si’ del papa Francisco <ver documental ‘La Carta’ https://youtu.be/Rps9bs85BII>, sobre el desafío urgente de unir a la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible, a partir de una ecología integral que recoge las dimensiones: social, humana, económica, cultural. Para provocarnos a vivir esta semana, Francisco plantea cinco temas: 1. La familia humana está en peligro y no es momento de esperar o posponer; 2. Se requiere compromiso y acciones concretas para acoger a los refugiados climáticos; 3.
Necesitamos escuchar el grito de los pobres y de la tierra; 4. Debemos superar la cultura de ‘usar y tirar’ y adoptar nuevos modelos de consumo; 5. Es hora de empezar a trabajar en red, pensar colectivamente, sabiendo que cada elección, aún la más pequeña, hace la diferencia y que “juntos, unidos, podemos cambiar las cosas y revertir el curso que conduce a la destrucción de la Casa común”.
¿Qué hemos hecho y seguimos haciendo? O mejor, ¿qué deberíamos hacer diferente para contribuir al bienestar que todos nos merecemos? Con esta pregunta en mi cabeza, inquieta por el dolor que percibo y también experimento, recibí el regalo maravilloso del libro ‘Una trenza de hierba sagrada’ de Robin Wall Kimmerer, mujer, madre, profesora y doctora en botánica, escritora estadounidense de ascendencia anishinaabe, miembro de la ‘Citizen Potawatomi Nation’. Un libro que narra el vínculo del ser humano con la tierra y quienes la habitamos, a través de una ética de reciprocidad, con historias hermosas que nos llevan al mundo de la botánica, las plantas, y la naturaleza en todo su esplendor.
Para referirme a la reciprocidad, quiero compartir algo que sucede en la ceremonia de los obsequios, que el pueblo Potawatomi celebra con alguna periodicidad. En las ceremonias siempre hay bayas -arándanos, frambuesas, grosellas, moras- en un gran cuenco de madera con un cucharón, que recorre todo el círculo para que cada persona pruebe su dulzura. Las bayas enseñan que la generosidad de la tierra se entrega en un cuenco y con una sola cuchara, porque los dones de la tierra deben compartirse, aunque son ilimitados. No hay que apropiarse de todo, porque todos los cuencos tienen un fondo y cuando se acaba, se acaba. Y solo hay una cuchara, del mismo tamaño para todos ¿Cómo se vuelve a llenar el cuenco? Hay que estar agradecido, y también es necesario dispersar las semillas para que sigan expandiéndose. “Nuestros cuidados multiplican sus dones y nuestra negligencia los pone en peligro. Estamos unidos en un pacto de reciprocidad, un acuerdo de responsabilidad mutua para ser sostén de aquellos que nos sustentan. Así es como se llena el cuenco vacío”.
Kimmerer cuenta que los pueblos tradicionales no miden la riqueza por lo que se tiene, sino por lo que se entrega; cuando la riqueza se atesora, cuando los dones se guardan, la persona está demasiado llena para ‘participar del baile’.
En una cultura de gratitud, todas las personas son conscientes de la necesidad de ser parte del ciclo de reciprocidad, porque lo que se entrega regresa. Esta ecuación requiere el honor de dar y la humildad para recibir. En este contexto, la generosidad es un imperativo moral y material, para quienes saben que el bienestar de una persona está ligado al bienestar de todos en la comunidad. Ahora bien, un obsequio es algo que tiene un valor más allá de lo material y por lo tanto no puede deshonrarse, exige que se cuide, y más.
Estas son algunas enseñanzas de la tierra y de las plantas en este bellísimo texto que, en mi opinión, está totalmente alineado con la invitación a la semana ‘Laudato si’. No debería ser solo una semana, necesitamos tomar conciencia que no estamos solos y no podemos, como dice Francisco, seguir viviendo en una cultura del descarte en la que todo, aún las personas, se vuelven desechables ¿Qué haríamos diferente si diéramos gracias por todas las personas y situaciones que nos permitieron llegar hasta aquí? Y si ¿practicáramos la reciprocidad? ¿Somos conscientes de la responsabilidad que tenemos con el cuidado propio, del otro, de la Casa Común?