Hace más de veinte años hubo una fuerte polémica en el país. El entonces presidente Álvaro Uribe estaba empeñado en negar la existencia del conflicto armado. Según él, lo que la democracia colombiana enfrentaba era una amenaza terrorista, ajena a la sociedad. Con esa visión, el expresidente hacía a un lado el conjunto de políticas públicas necesario para resolver un conflicto tan complejo como los actores armados involucrados.
El informe El Conflicto, Callejón con Salida (2003) planteaba que guerrillas y paramilitares tenían múltiples facetas: burocracias armadas, proyectos políticos, cazadores de rentas, actores entroncados en conflictos sociales locales, modos de vida, proveedores de ciertos servicios y bienes, autores de horrores morales y terroristas. Reconocer únicamente su faceta terrorista y negar el conflicto armado era renunciar a resolver el problema. Ciertamente, su política de “seguridad democrática” contribuyó al repliegue de las guerrillas, pero no puso fin al conflicto armado.
Quedé sorprendido hace unos días al ver que el presidente de Ecuador había decretado la existencia de un conflicto armado en ese país. Ciertamente, nuestro vecino del sur ya no es el país cuya tranquilidad contrastaba con los desbordados niveles de violencia en Colombia. Cuando en 1991 nuestro país tenía una tasa de 85,4 homicidios por cada cien mil habitantes, en Ecuador esa cifra era de 10,7. Mientras en 2019 nuestra tasa de homicidios era de 23,4, la ecuatoriana (6,8) fue inferior a lo que los expertos consideran el umbral a partir del cual el nivel de homicidios es epidemiológico, reflejando hondas fracturas en la sociedad (8 por cada cien mil habitantes). Incluso en 2018 había llegado a 5,8. Sin embargo, en 2021 los homicidios se dispararon en el país vecino llegando a 14 por cada cien mil habitantes y en 2022 -con una tasa de 26,9- superó por primera vez en décadas a Colombia (25,3).
La estimación de la policía ecuatoriana para 2023 es escandalosa: ¡40 homicidios por cada cien mil habitantes! Entre tanto, la cifra estimada para Colombia es 27,2. Ese doloroso crecimiento exponencial de la violencia y del crimen organizado en Ecuador no significa, sin embargo, que haya allí una guerra interna o un conflicto armado. La declaración del presidente Noboa confunde las cosas. Es cierto que es cada vez más difícil identificar el carácter político o criminal de los grupos armados tratando de discernir sus motivaciones. También es cierto que los criminales necesitan acumular cierto poder político para garantizar sus operaciones y que los actores armados de carácter político participan en actividades criminales.
De lo anterior no se desprende, no obstante, que no haya distinción entre un conflicto armado no internacional y una situación de violencia relacionada con el crimen organizado aún si la intensidad y letalidad de ambos casos lleguen a ser similares. Como bien señala el politólogo Pablo Kalmanovitz, las estrategias organizacionales y el tipo de violencia son las claves para distinguir entre una situación y otra. Los actores políticos en un conflicto armado tienden a tener estructuras jerárquicas que confrontan y sustituyen al Estado, mientras que las organizaciones criminales tienden a subcontratar el uso de la violencia y a evitar la confrontación con el Estado e incluso, buscan cooptarlo y cooperar con autoridades locales.
La decisión del presidente Noboa de plantear la existencia de un conflicto armado interno es tan equivocada como la que tomó en su momento Álvaro Uribe negándolo en Colombia. Las políticas públicas necesarias para resolver un conflicto armado no son las mismas que las requeridas para lidiar con el crimen organizado. Noboa debería aprender de los terribles resultados de la guerra de Felipe Calderón contra los carteles mexicanos.