El pasado -nos dice el profesor Iván Garzón Vallejo- nunca termina de pasar. La imputación de la Jurisdicción Especial para la Paz a Mario Montoya, excomandante del ejército, por su presunta responsabilidad en la dantesca práctica de secuestrar y asesinar a jóvenes haciéndolos pasar como guerrilleros muertos en combate, nos muestra que los horrores morales de la guerra colombiana han alcanzado niveles demasiado repugnantes y que aún hay, y siempre habrá, muchas brumas que despejar para esclarecer eventos y responsabilidades. La Comisión de la Verdad ha ayudado pero la tarea del esclarecimiento es inacabable. Tras esas ejecuciones extrajudiciales no hay simplemente un hombre ni un grupo de hombres. Hay intereses políticos, estructuras jerárquicas, incentivos, subculturas organizacionales y silencios cómplices que se resisten a ser develados. Si las brumas están presentes en eventos recientes ¿qué diremos de aquellas cosas que han ido quedando cada vez más atrás en el tiempo, por fuera de las periferias de la memoria, sumergidas en el olvido? 
Hay brumas, pero también hay hechos que no alcanzan a esconderse en ellas para escapar de nuestra mirada enfadada. La indignación que producen el cinismo de los perpetradores y el dolor causado por sus crímenes no puede conducir, sin embargo, a afirmar y recalcar una visión maniquea de la guerra. José Pestaña, protagonista de la novela “Ayer no más” de Andrés Trapiello hace la siguiente reflexión a propósito de la Guerra Civil española: “El error en el que hemos incurrido durante tantos años los historiadores a la hora de abordar la Guerra Civil ha sido, tal y como hemos repetido hasta la saciedad, el de interpretar los hechos a partir de la idea de dos bandos, buenos y malos, de dos posiciones, una progresista y una reaccionaria… Esto ha enrocado a muchos españoles durante décadas, incluidos historiadores, en cada uno de los bandos, en el ‘tú más’, más que en el ‘yo también’”. En las guerras los bandos no se dividen entre “buenos” y “malos”. En cada bando hay perpetradores y hay víctimas. 
De hecho, el panorama es aún más complicado si consideramos que en una misma persona pueden confluir diferentes identidades y que, como señala Mahmood Mamdani en su libro sobre Ruanda, en ocasiones las víctimas se convierten en victimarios. Un perpetrador puede haber actuado, en otro momento, como un “justo”, es decir, como alguien que rehusó obedecer una orden atroz o asumió riesgos para salvar vidas, algo que el profesor Carlo Tognato ha investigado en Colombia. 
En el “El Pasado Entrometido: La memoria histórica como campo de batalla” (Crítica, 2022), Garzón Vallejo nos invita a pensar la memoria de manera no sectaria. Ciertamente, los países -como las personas- pasan por diferentes fases de duelo -no necesariamente secuenciales- tras una situación traumática: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. El pasado busca entrometerse entre los intersticios de la negación, usual en contextos autoritarios. La ira puede poner la memoria al servicio de nuevos agravios. Garzón Vallejo cuestiona la validez de la máxima de George Santayana: “Quienes no pueden recordar su pasado están condenados a repetirlo”. En 1989 en las planicies de Kosovo, Slobodan Milosevic les recordó a los serbios la batalla en la que 600 años atrás fueron derrotados por los otomanos. Tras avivar ese recuerdo, Milosevic desató una violencia brutal contra los bosnios. El pasado no es fuente de aprendizaje moral si se recuerda sin comprender. La memoria histórica, nos dice Garzón, debe estar tanto al servicio de la justicia política como de la reconciliación. Esto es aún más relevante en Colombia donde no solo el pasado no acaba de pasar: Tampoco la guerra.