En 2022 en estas páginas señalé lo grave que sería elegir a Rodolfo Hernández en la segunda vuelta presidencial. Sigo creyendo que habría sido un desastre. Era un candidato grotesco. Afirmé que era importante para una democracia de baja calidad elegir por primera vez a un presidente abiertamente de izquierda, experimentar una verdadera alternancia. Es cierto que en el pasado hubo gobiernos reformistas como el de López Pumarejo, especialmente su primer período (1934-1938) y que, en 1854, las sociedades democráticas de artesanos pusieron por la fuerza en el poder unos meses a José María Melo. Sin embargo, la realidad es que -como bien lo expresó Hernando Gómez Buendía en una reciente columna- “el orden conservador de Colombia es el más resistente de América Latina” y por cuenta de ello, la izquierda no había tenido una oportunidad en el Gobierno nacional.
De hecho, la durabilidad del conflicto armado colombiano ha tenido mucho que ver tanto con esa suerte de “reformismo sin reformas” del que hablaba Hirschman (incluyendo la más reciente: la Reforma Rural Integral que va muy atrasada en su implementación), como con la ausencia de un momento de afirmación nacional (Daniel Pécaut) o de una estación populista (Marco Palacios), lo que sí ocurrió en otros países de América Latina durante el siglo XX, cuando hubo intentos de construir comunidades políticas que incluyeran a todos los ciudadanos. Un militar en el gobierno de Juan Francisco Velasco Alvarado en el Perú (1968-1975) lo puso en estos términos: “el objetivo del gobierno es convertir a los habitantes de nuestras sierras y selvas en peruanos”.
A su vez, el conflicto armado restringió severamente las opciones políticas de la izquierda en Colombia. No solo fue eliminada físicamente una parte importante (exterminio de la UP), sino que las atrocidades de las guerrillas reforzaron la derechización del país. Tristemente, las de los paramilitares no fueron rechazadas igual. Esperábamos que con el acuerdo de paz entre el Gobierno y las Farc, que cerraba el largo capítulo de la guerra contrainsurgente, los conflictos sociales se expresaran libre y pacíficamente y que la democracia le diera una oportunidad a una verdadera alternancia política. En buena medida, los paros y movilizaciones sociales entre 2019 y 2021 y la elección de Gustavo Petro en 2022 representan ese resultado.
Desafortunadamente, la persistencia y el aumento de los asesinatos de líderes sociales y excombatientes de las Farc evidencia que la violencia sigue siendo un recurso cotidiano para acallar o instrumentalizar los conflictos sociales. También es desafortunado que el presidente Petro parezca esmerarse en desperdiciar la oportunidad de convertir su período de Gobierno en una estación incluyente que mejore la calidad de la democracia política y ponga al país en una senda de reducción de las enormes brechas sociales, poblacionales y territoriales que persisten. Disiento de Hernando Gómez cuando señala que Gustavo Petro se estrelló, principalmente, contra ese orden conservador. Claro que ese orden existe y busca sabotear cualquier agenda redistributiva y democratizadora. Pero ese orden se expresa más a través del asesinato de líderes sociales que en el ejercicio de una oposición política de derecha bien organizada y lúcida.
La oposición de derecha es demasiado vulgar, incendiaria y mediocre. En lugar de aprovechar el bajo nivel de la oposición, Petro y el Pacto Histórico compiten con ella en grandilocuencia y mediocridad. Petro y su círculo cercano han sido los principales enemigos de Petro. Aún es posible y urgente cambiar el rumbo del Gobierno, pero si el presidente decide atrincherarse con sus áulicos, asegurará su fracaso. Así, la ultraderecha tratará de convertir esa falla ajena en mérito propio porque no tiene más.