“Hacer la paz”, es decir, firmar acuerdos y lograr la desmovilización de grupos armados es un conjunto de actividades diferente de “construir la paz”. Esa distinción es obvia para quienes han visto a gente armada abandonar sus barrios y veredas para luego presenciar cómo otra gente -también armada- toma su lugar. Construir la paz es transformar el contexto y las relaciones sociales para evitar que quienes hacen política o negocios con armas, encuentren espacio para pelechar en esos barrios y veredas. Construir la paz es urdir un tejido de relaciones sociales tan denso que los actores ilegales y armados no encuentren espacio.
Construir la paz también es poner en marcha una amplia variedad de iniciativas de la sociedad civil y de políticas públicas, esto es: ofrecer opciones que hagan muy poco atractivo para los jóvenes su ingreso a los grupos armados; brindar oportunidades a quienes buscan abandonarlos; fortalecer los modos y medios de vida de las comunidades; proteger a la gente y asegurar su acceso a la justicia; democratizar la vida local y mejorar la capacidad del Estado en los municipios; atender de manera integral a las víctimas de la violencia y, finalmente, transformar los conflictos sociales ampliando las alternativas -más allá de la disputa- en cada contexto. Que “hacer la paz” es diferente de construirla lo sabemos los colombianos que hemos visto la firma de una decena de acuerdos de paz, sin asegurarla efectivamente.
Hace casi veinte años formé parte del equipo investigador del Informe Nacional de Desarrollo Humano para Colombia: “El Conflicto, Callejón con Salida”. El principal mensaje de ese informe sigue vigente: la paz en Colombia no se logra con las armas y tampoco, solamente, con las negociaciones. En cambio, hay un abanico de políticas y acciones que permiten, o bien construir paz aún en medio de la guerra, o bien contribuir a que las negociaciones y acuerdos rindan mejores frutos para la paz. Si tras la desmovilización de grupos armados insurgentes o contrainsurgentes hemos visto resurgir, en regiones abandonadas, poderes armados que retornan a la violencia, parece lógico suponer que mientras persista ese abandono persistirá también el ejercicio sistemático del terror en esas regiones.
El Acuerdo de Paz del Teatro Colón -cuya implementación tiene un horizonte temporal de quince años a partir de 2016- es una hoja de ruta para construir paz. No incluyó al ELN y por eso, la búsqueda de una salida política negociada con esa organización, a pesar de las enormes dificultades que conlleva, sigue vigente. Sin duda, en términos de justicia transicional, los límites para esa negociación deben ser aquellos trazados en el acuerdo con las Farc. Con el Clan del Golfo y otras organizaciones que acumulan poder político y militar para hacer negocios (lo cual es diferente de hacer negocios para mantener una lucha política), solo puede aplicar el principio de oportunidad en una eventual negociación sobre los términos de su sometimiento a la justicia. Con las Farc-EP la paz ya se firmó y no es aceptable reconocer con esa etiqueta a quienes así se autodenominan. El acuerdo estableció que los delitos cometidos después de su firma no serán cobijados por sus beneficios. Esa puerta está cerrada y restringe los términos de cualquier negociación a algo muy parecido -sino igual- a los del sometimiento.
Lo que más preocupa es que las transformaciones -que son requeridas para hacer viable la paz- queden desplazadas por el afán de negociar con cuanto grupo armado existe. Por favor, que la construcción de paz no se ahogue en la espuma de la “paz total”.