La tercera década del siglo XXI debe ser recordada como aquella en la que Colombia cerró por fin el capítulo, con extensas páginas y breves interludios, de la violencia política sin caer en la trampa de una paz violenta. Desechar la persistente tradición de hacer política con armas y erradicar también estas de la vida cotidiana debe ser nuestra prioridad. La variedad de guerras que hoy plagan la geografía nacional es casi una anomalía en América Latina. El abigarrado conjunto de aproximadamente veinticinco grupos armados que asesina y destruye anhelos, comunidades y medios de vida y que incluye a las guerrillas del ELN y a las autodenominadas “Farc aún en armas” (disidencias de Iván Mordisco), además de la “Segunda Marquetalia” y toda suerte de bandas criminales, obliga al gobierno a buscar la paz y a brindar seguridad.
El acuerdo de paz con las Farc en 2016 llevó a que cerca de trece mil personas dejaran las armas, con lo cual, la violencia política se redujo significativamente. Según cifras oficiales, mientras en el quinquenio 2001-2005 hubo 3.571.182 víctimas del conflicto armado y en el 2011-2015 hubo 2.227.410, en el quinquenio 2016-2020 la cifra se redujo a 995.588 (55% menos con respecto al inmediatamente anterior). El acuerdo también generó expectativas sobre la transformación de la ruralidad y de la política mediante la apertura de opciones de vida en la legalidad, necesarias para asfixiar las posibilidades de reproducción de los grupos armados.
No obstante, el ambiente político de polarización creciente ralentizó aún más un proceso de implementación que no empezó bien, embolatando la reforma política y aplazando la reforma rural integral. A los incumplimientos y fallas del Estado se sumó la ausencia de una política de seguridad bien concebida para proteger a la gente y llenar vacíos de poder que, tras la desmovilización de las Farc, aprovecharon el ELN, las disidencias y todo tipo de bandas criminales para disputar recursos y territorios e intimidar comunidades. Endeble implementación y ausencia de una política efectiva de seguridad son variables que cuentan para explicar que, según Indepaz, desde la firma del acuerdo hasta el pasado 15 de enero, 1.413 líderes sociales y 348 firmantes de la paz hayan sido asesinados y que las masacres hayan alcanzado una cifra dantesca: 373. En los primeros 17 días de este nuevo año han ocurrido ya 18 masacres. Es imperativo hacer realidad el artículo 22 de nuestra constitución política: “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”.
Ese artículo depende no solo de negociaciones y acuerdos sino también de un conjunto de políticas públicas, entre ellas, las de seguridad. Las reformas del sector de la seguridad son ampliamente consideradas parte integral de la agenda de construcción de paz. No es cuestión de supeditar la paz a la seguridad nacional o a la de las instituciones, sino de la seguridad de las personas en su vida cotidiana, la cual está en el núcleo del concepto de seguridad humana que Naciones Unidas propuso en 1994 y que el gobierno actual ha incorporado en su retórica. El Estado no puede renunciar a su obligación de cuidar a la gente mientras negocia con los grupos armados y el medio principal para hacerlo es la fuerza pública. Ahora bien, también hay que cuidar a la gente de los excesos y la corrupción de la propia fuerza pública, lo que debe formar parte de la política misma de seguridad. La paz y la seguridad son propósitos complementarios, no sustitutos. Ambos son necesarios para sacar las armas de la política y de la vida cotidiana.