Mientras el cowboy del Viejo Oeste estadounidense o el gaucho en el Cono Sur forman parte de los mitos fundacionales de sus respectivas sociedades, el campesinado en Colombia, heredero de continuos ciclos de colonización y despojo, ha sido menospreciado y acorralado una y otra vez en una larga trayectoria de derrotas históricas. Durante el siglo XIX y los inicios del XX, los hacendados les arrebataron las tierras a los colonos para convertirlos en jornaleros y arrendatarios, transformando así un factor en ese entonces escaso, la mano de obra, en un factor artificialmente abundante y mal remunerado. También hacían de un factor abundante, la tierra, uno artificialmente escaso por cuenta de su continua concentración en pocas manos.
Durante su primer gobierno (1934-1938), Alfonso López Pumarejo intentó llevar a cabo una reforma agraria redistributiva (Ley 200 de 1936) y contener los conflictos sociales por la tierra que se habían intensificado desde los años veinte. Desafortunadamente, su propósito de inducir el uso productivo de las haciendas mediante la expropiación de aquellas que no fueran adecuadamente explotadas quedó severamente limitado por la laxitud de las condiciones: el propietario debía usar productivamente al menos la mitad del predio, pero disponía de quince años de gracia para cumplir con ese requisito. Sin duda, la obstinada oposición de la Asociación Patriótica Económica Nacional que agrupaba a élites financieras y terratenientes tuvo mucho que ver con ese resultado.
La Revolución en Marcha no logró modificar la tenencia de la tierra y, en cambio, los conflictos rurales se intensificaron y entrecruzaron con las subculturas partidistas y los discursos incendiarios que, en los años cuarenta y cincuenta derramaron sangre campesina. En ese contexto fue revivida la opresiva figura de los contratos de aparcería (Ley 100 de 1944). Más tarde, cuando la Alianza para el Progreso -promovida por el presidente Kennedy en el contexto de la guerra fría- intentó hacer de Colombia la “vitrina de la reforma agraria en América Latina”, el Gobierno aprobó la Ley 135 de 1961 o “ley de reforma social agraria”. Sin embargo, a la entidad responsable de implementarla, el Instituto Colombiano de Reforma Agraria (Incora), le fueron negadas las facultades y los recursos necesarios, lo que condujo al economista Albert Hirschman a señalar que Colombia era un buen ejemplo de lo que llamó: “reformismo sin reformas”.
Cuando Carlos Lleras (1966-1970) intentó agilizar los procedimientos para la expropiación de tierras no explotadas productivamente y asignarlas a los aparceros, terminó sin querer alentando los desplazamientos de estos. En respuesta la Anuc -creada por Lleras- promovió una serie de invasiones de tierras. En ese contexto Misael Pastrana (1970-1974) concretó el nefasto Acuerdo de Chicoral que sepultó la reforma agraria. En los años ochenta los narcotraficantes compraron tierras masivamente y exacerbaron nuevamente el despojo y el desplazamiento. En los noventa continuó esa dinámica con factores adversos adicionales: la ruptura del pacto mundial del café, la apertura comercial y la enfermedad holandesa que reconfiguraron la agricultura en favor de la agroindustria y en contra de la economía campesina. En varios trabajos académicos he señalado que esa serie de derrotas históricas del campesinado configuró un estilo de desarrollo sesgado en su contra. Por esa razón, considero que acertaron el Gobierno y el Congreso al incorporar en la Constitución Política la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos del campesinado. Bienvenido el nuevo artículo 64 de nuestra Carta. El reto ahora es traducirlo en políticas públicas para “que vivan los campesinos, y que los dejen vivir” como dice el maestro Jorge Veloza y como corearon los asistentes al evento de presentación del nuevo texto constitucional.