En épocas de bárbaras costumbres navideñas me tocó hacer las veces de “abogado” defensor de marranos que finalmente eran sacrificados en medio de tutainas, tuturumaimas y de la algarabía del respetable. No gané un solo “juicio”. Duele admitirlo, pero también participé en pisquicidios y pavicidios. En la inhumana matada del marrano, era el primero en sumarme al desorden: de defensor pasaba a desaforado consumidor del cerdo que había pasado a mejor vida, metamorfoseado en achicharrado chicharrón. Extraña forma de cobrar honorarios: entrándole al colesterol del humillado-defendido “mirapalsuelo”.
Al cantante Juanes lo marcó para siempre esa tradición. Llevó su fundamentalismo a erradicar la carne de cerdo de la bandeja paisa. Algo tan insólito gastronómicamente como consumir ajiaco de pollo sin pollo. Convertida en juicio sumario, la matada de marrano incluía la farsa con defensor, acusador y jurado, generalmente integrado por borrachitos alebrestados. Al final, todos a una, participaban de la francachela y de la comilona. Como  “defensor”  me tocaba decir babosadas como éstas en los diciembres en Santa Bárbara donde vacacionábamos: “¿Por qué emprenderla contra este pacífico cabeciagachado al que se le negó  la mirada al cielo? ¿Se ha visto “alguien” más agradecido a la hora de comer que este adorable Taj Majal del colesterol que observa perplejo cómo crece la audiencia  a su alrededor en medio de la esdrújula pólvora?
No está bien que a un benemérito ser como nuestro acusado que no quiebra un plato, se le engorde todo el año a sus espaldas para sacrificarlo en “desigual batalla”, de cobarde puñalada marranera. Y trapera. Pago por ver una asociación  que defienda los derechos humanos de mi defendido. Todos los honores son para perros y gatos a los que nunca sirven en bisté. ¿Qué tal que el sacrificado decembrino fuera el bobo sapiens?  Protesto por el atropello próximo a consumarse”. Venía después el acusador que le cantaba la tabla con peregrinos argumentos: que el marrano huele “y no a ámbar”, contamina el medio ambiente,  su cacofónico honk-honk es insoportable,  no se baña y tampoco avisa si hay ladrón en la heredad.
Menos mal la modernidad acabó con el ruidoso sacrificio del marrano cuyos chillidos nos convertían el alma en un estropajo. Ahora el marrano muere con todas las de la ley, sin estrés, bien comido y bien bebido. Y no está solo en el “cuesta abajo en su rodada”: en las festividades de fin de año también son sacrificados pavos, piscos, pollos.
Días llegarán en que a los marranos los sacrifiquen leyéndoles notas que como ésta. O con los trinos de presidentes y expresidentes.
En un extraño caso de síndrome de Estocolmo terminé  flechado por la carne de cerdo. A manera de imposible indemnización, suelo convertir marranos de barro en mi Banco de la República. El marrano es el otro yo del colchón adonde van  a parar mínimos ahorros.  El colchón-marrano le escurre el bulto al desplumador 4 por mil que ha convertido los apartamentos en rentables pirámides. Y si encuentro la oportunidad de despachar algún marrano (= novato) en un club de ajedrez, procuro hacerlo con todo el arte posible. Cerditos del mundo, perdonad a este exmarranicida arrepentido. Y que muere con vuestra deliciosa carne. 
Mi padre solía traer piscos a casa el fin de año. Y el resto del año también. De niños se vive en eterna navidad. Me parecían unos pájaros, desolados, perdidos, como testigos de Jehová gringos en tierra colombiana. Los piscos miraban a todas partes como pidiendo abogado, o, mínimo, la presencia de la sociedad protectora de animales. Se sentían discriminados. Veían venir lo que les esperaba. Parecían gallinazos disfrazados. Pero su verdadero drama consiste en que están a años luz de la belleza de sus parientes ricos, los pavos reales. Pero los tales pavos son harina de otro costal. Creo que ni se comen. Como que solo viven cómodos pavo-neándose en los zoológicos.
En el Jardín Botánico de Bogotá y en el zoológico Santa Fe, de Medellín, andan por ahí como Pedro Picapiedra por su casa o como Pedro, el primer papa, detrás de Jesús de Galilea. El pavo del zoológico Santa Fe me miró y como no le dí nada, me despachó con una mirada de desprecio, de mujer fatal, de Monalisa después de ponerle los cachos a Giocondo, su marido, y se fue a buscar un bípedo menos tacaño. La muerte de los pobres piscos se daba con toda la violencia de que es capaz el bobo sapiens. Los emborrachaban a veces y luego los decapitaban porque era imposible despescuezarlos. Algo hemos avanzado y ahora los matan poniéndole música metálica. Podrían ensayar con las memorias de los ministros de hacienda…