Ya que estamos felices como unas pascuas hablemos de los pecados capitales (sin olvidar lo que decía el filósofo de Envigado, Fernando González: el pecado es lo que hace interesante al hombre…).
Soberbia: La soberbia mide el aceite del ego que nos acompaña desde la sombra. Es nuestra huella digital alterna. Si se perdieran el ADN y la huella del dedo índice, ahí está el ego para retratarnos de cuerpo entero. Uno es uno y su argentino ego. La soberbia es ese bicho que nos hace creer que a nuestro lado, el prójimo es un pintado en la pared. El soberbio ningunea al otro, lo ignora. Nadie le da la talla a su emergente importancia.
Avaricia: El avaro acapara, guarda para sí. Practica el yo con yo en el campo económico. Primero yo, segundo yo… Entiende que la caridad entra por casa. Lo que tampoco está mal. No disfruta ni gasta porque siente pavor de que se le acabe. Convierte el colchón en su propio Banco Emisor, en almohada. Prefiere pagarse intereses usurarios a sí mismo. No se presta plata. Duda de él. No se considera amarrado, solo práctico. No lo desvela gastar, sino tener por tener.
Lujuria: El lujurioso come a la carta. Le tira a todo lo que se mueva. El lujurioso modelo desea a la mujer del prójimo. O a su prójimo. O sea, come a dos carrillos. Siempre está de cacería. Llega a una fiesta y de una vez activa sus papilas gustativas. Es un Bill Gates que desea redistribuir su ingreso sexual con la que diga pago. Ve unos cucos (calzones) en una vitrina y asume que le están coqueteando. A lo que más le teme es a un ataque súbito de disfunción eréctil. Anda con un puré de viagra en el bolsillo para atender cualquier contingencia.
Ira: Tres letras distintas y un propósito verdadero: coger impulso para enojarse. Nadie paga arriendo con la ira. Si nos mostraran la foto de cuando bravos quedaríamos pacíficos de por vida. ¿Qué tal poner nuestra “mejor” foto de energúmenos en la cédula o en el pasaporte? Sería un gran paso hacia la esquiva paz total.
Gula: Incurre en ella quien se sobregira en comida o bebida. Con el culto a la comida se han disparado los “gulosos”. Exigen que los llamen gastrónomos o gourmets. Son tragones sin remedio. Desde hace un tiempo, el varón domado decidió tomarse por asalto la cocina, escriturada antes al eterno femenino. Levante un cenicero y allí encontrará una hipótesis del moderno chef. Cada vez somos menos los que ejercemos el furioso derecho a no cocinar. Sin renunciar al pecado del yantar, claro. Ni bobos que fuéramos.
Envidia: El más inútil de los pecados que Dios en su extraña bondad nos dió. El envidioso no se contenta con lo que tiene, sino con lo que le hace falta. Así sea talento, plata, pinta. Añora el repleto bolsillo del vecino. Cuando se enamora de imposibles de dos pies, es capaz de hacer el amor con las ganas ajenas. El envidioso chorrea la baba cuando aparece la lista Forbes de los más ricos. ¿Y yo por qué no tuve más plata, ni me gané un Nobel de química o de Literatura? De pequeño, yo envidiaba a Tony Curtis o a Alan Ladd. Quería crecer rápido para parecerme a ellos. La naturaleza dijo no. Ahora que “empiezo a desaparecer”, como diría Julie Christie en la bella película “Haway from her”, ya no me preocupo. Y para no envejecer más ahorro todo lo que puedo en espejo.
Pereza: En vez de hablar bien o mal de la pereza, lo mejor es practicarla. Un bostezo de despedida…