A principios del siglo pasado, Manizales fue mirada con admiración desde distintos rincones del mundo. No solo por el café, ese grano que perfumó las montañas y conectó a la ciudad con puertos lejanos, sino también por su capacidad de reinterpretar la arquitectura. Supo mirar más allá del continente y leer el mundo a través de postales que llegaban desde París.
En ese tiempo, Manizales enfrentó un reto monumental: transformar su fachada sin renunciar a su estructura. Las casas construidas en bahareque -un sistema flexible, sismorresistente y profundamente nuestro- se adaptaron para recibir ornamentos franceses. Se eliminaron aleros, se alzaron cornisas y se tejieron detalles de época, logrando que la ciudad adoptara un aire europeo sin perder su esencia estructural.
Esa capacidad de adaptación llevó a Manizales a ser una de las pocas ciudades del mundo con cuatro tipologías distintas de bahareque: tradicional, metálico, encementado y de tabla parada. No se trató solo de arquitectura; fue una declaración silenciosa de ambición, ingenio y visión.
Hoy, más de un siglo después, volvemos a ser noticia internacional al recibir el premio Hábitat LATAM como la mejor ciudad de Latinoamérica. Un reconocimiento que debería servirnos, no para compararnos con nuestros vecinos regionales, sino para ponernos a la altura de las mejores ciudades del mundo: aquellas que piensan la sostenibilidad como un eje transversal, que promueven transportes alternativos, procesos de diseño participativo y, sobre todo, cultura ciudadana.
Porque una ciudad no se construye solo con edificios: se construye en la calle. Y ahí tenemos todavía mucho por hacer. Nos sentimos orgullosos de parar en las cebras de la Avenida Santander, pero nos olvidamos de hacerlo en el resto de la ciudad. Celebramos la baja tasa de homicidios, pero pasamos por alto las alarmantes cifras de muertes en accidentes de motos y las recientes tragedias de ciclistas atropellados.
Una ciudad ejemplar no se mide solo por premios ni por fachadas, sino por cómo se comparte y se respeta el espacio público. Las vías no son de los carros, son de todos: peatones, ciclistas, motociclistas y conductores.
Así como hace un siglo supimos mirar hacia París para transformar nuestras fachadas, hoy debemos mirar hacia ciudades que han hecho de la movilidad, la sostenibilidad y la convivencia ciudadana un ejemplo mundial. Construir una ciudad referente no es un acto de ego colectivo: es un acto de respeto, de empatía y de inteligencia compartida.