Si la espiritualidad fuera un joven dormido en una urna de cristal muchos tratarían de despertarlo con fórmulas compradas en mercados de autoayuda.
Pero en su intento sólo quedarían atrapados en las zarzas que lo rodean, dejando tras de sí un rastro de promesas vacías y dogmas disfrazados de liberación.
Porque lo que la mayoría busca no es despertar la espiritualidad, sino apropiarse de ella, domesticarla, venderla.
La espiritualidad se ha convertido en un bien de consumo, en el camino del enriquecimiento.
Se empaqueta en talleres de fin de semana, se vende en libros que prometen iluminación exprés y se pregona con fervor en comunidades que más parecen empresas que caminos de crecimiento.
Pero, ¿qué es realmente lo que estamos comprando? Para responderlo, tal vez primero debamos despejar el terreno de maleza y espejismos.
Espiritualidad no es religión, aunque por siglos se hayan confundido. La religión, con sus credos y normas, puede ser un camino legítimo, pero también una trampa en la cual la fe se vuelve certeza, y la duda un peligro.
La espiritualidad, en cambio, no ofrece garantías ni respuestas definitivas; exige cuestionamiento, incertidumbre y una búsqueda constante.
Tampoco es pensamiento mágico. No basta con desear algo para que el universo lo conceda, ni con
repetir afirmaciones positivas para cambiar la vida.
La espiritualidad no es un regreso a la infancia ni una negociación con lo divino, sino un esfuerzo permanente por comprender la propia existencia sin ataques ni supersticiones.
Millones han practicado la fe desde una visión mítica: si rezan lo suficiente, Dios les dará lo que quieren; si se comportan bien, serán recompensados; si alguien los ataca, Dios se encargará de la venganza.
Esta idea de un juez divino que castiga y premia no es más que una proyección de nuestras propias inseguridades, un intento infantil de controlar lo incontrolable.
Pero si la espiritualidad no es religión, ni pensamiento mágico, ni creencias míticas, tampoco es simple racionalidad.
Hay quienes creen que todo lo que no puede explicarse en términos lógicos es absurdo y que la razón es la cima del desarrollo humano.
Pero la espiritualidad auténtica no es irracional, sino transracional: no niega la razón, la trasciende.
El peligro está en ambos extremos: en quienes descartan la espiritualidad como una fantasía y en quienes aceptan cualquier creencia sin cuestionarla.
Muchos caen en la trampa de seguir a falsos gurús, de confundir estados alterados de conciencia con iluminación o de usar la espiritualidad como una excusa para evadir la realidad.
Al final, la verdadera espiritualidad no está en edificios ni en libros sagrados. No se encuentra en rituales ni en frases prefabricadas. No se compra ni se vende.
Es un viaje sin atajos, un desafío constante, un despertar que no llega con fórmulas mágicas.
Cansado de tanto podar, dejo las tijeras a un lado. Quizás, con el camino despejado, el joven dormido en la urna de cristal finalmente abra los ojos. Y cuando lo haga, no traerá respuestas. Nos dejará, como siempre, con nuevas preguntas.