Cuando un niño mira las estrellas y deja que su pensamiento se eleve hasta donde puede llegar, está teniendo una experiencia espiritual. El propósito de este artículo es explorar el argumento que sostiene que todos somos espirituales, independientemente de la edad, género, situación o posición geográfica, puesto que nos referimos a una dimensión constitutiva del ser humano que si bien puede ser sofocada por experiencias socio-culturales y formativas, permanece como un germen con potencial para desarrollarse en cualquier momento.
El germen de la espiritualidad no se circunscribe directamente a las prácticas religiosas, por cuanto estas conforman una estructura organizacional delimitada por las creencias fijas y los ritos sagrados; mientras que lo espiritual es una categoría amplia de la existencia que abarca diversas formas y se experimenta de manera íntima y personal. Ha de entenderse como una búsqueda de significado que conduce al hallazgo del propósito de la vida; como una necesidad de conectar con el mundo y el universo, o con todo aquello que trasciende las dimensiones orgánicas de la existencia, de tal manera que una persona que no se rige por la religiosidad puede ser altamente espiritual.
Se es espiritual cuando se formula la pregunta por el sentido de la vida, por quien se es, o por la razón que nos hace habitar el mundo. Todos ellos, cuestionamientos tendientes a pensar en los propósitos que guían la vida. Las respuestas a estas inquietudes pueden variar de acuerdo a las creencias personales; no obstante, son interrogantes que generan la exploración interior y que no pueden ser resueltos haciendo una búsqueda en una biblioteca o en la web, porque no se satisfacen con la información disponible. Son preguntas que exigen proceso, búsqueda permanente y superación de las actividades rutinarias.
Se es espiritual cuando se conecta con aquello que es mayor que uno mismo, por ejemplo: la forma como un jugador se encomienda a la divinidad antes de un partido, las prácticas de conexión con la naturaleza que fluyen en armonías complejas de describir, la apreciación del arte en su magnífica profundidad, la práctica creativa como forma de descubrir las capacidades y de abrirse a la intuición, o la experiencia de sentirse unido a conceptos fundamentales como el universo y el cosmos.
Todo esto parece ser un camino de superación de las diferencias humanas desde una lógica de conexión de la persona con su entorno y con el mundo. Si hubiese un tejido que vincula todo lo que existe, este sería la espiritualidad compartida por los místicos y religiosos, por la experiencia de la gratitud, la empatía, el servicio y el perdón. Una espiritualidad de la vida cotidiana que involucra las tradiciones, los saberes ancestrales, pero también el desarrollo de la conciencia, el autoconocimiento, la estética, la resiliencia, la experiencia de la paz interior y la autenticidad.
Todo aquel que se ha embarcado en un viaje interior tendiente a conocerse y comprenderse así mismo desde sus pensamientos, conductas y valores, transita por el camino de la espiritualidad que lo llena de compasión por sí mismo y por los demás; le permite reconocerse y aceptar la realidad para enfrentarse con fortaleza a los desafíos de la vida. Los agnósticos y ateos pueden cultivar su dimensión espiritual como parte de su crecimiento humano, de hecho, algunos llevan haciéndolo durante siglos prescindiendo de un trasfondo religioso y privilegiando el pensamiento filosófico. Cualquiera sea el caso, lo que subyace es la búsqueda de significado, conexión y propósito en la vida; y para esto es la espiritualidad, para buscar respuestas y explorar el universo, para guiar en la incertidumbre y unir la humanidad en su rica existencia.