¿Puede el ateo ser espiritual? La respuesta es sí, porque la espiritualidad no es un lujo de creyentes, sino un derecho de todo aquel que se atreve a sentir, preguntar y maravillarse. Sin dioses, pero con el alma en vilo.
La espiritualidad, lejos de ser un dogma vinculado a lo sobrenatural, es una cualidad intrínsecamente
humana, una búsqueda de sentido que trasciende lo material sin apelar necesariamente a divinidades. André Comte-Sponville, filósofo francés y autoproclamado “ateo fiel”, lo expresa con claridad: “Ser ateo no significa negar la existencia del absoluto, sino negar su trascendencia”. Para él, la espiritualidad sin Dios se ancla en la inmanencia, en la experiencia de lo real como un todo misterioso y abrumador. Esta postura celebra la vida, la ética y los valores humanistas heredados de tradiciones judeocristianas, pero despojados de su envoltura sobrenatural.
El error radica en confundir espiritualidad con religión. La primera es una dimensión humana universal; la segunda, un sistema organizado de creencias. En el ateísmo persiste el “imperativo de interrogación” que nos hace vecinos de lo trascendente.
¿Acaso no es espiritual la emoción ante un atardecer, la conexión con la música o la serenidad del silencio? Estas experiencias no requieren de la creencia en lo divino, sino de sensibilidad y conciencia.
Uno de los pilares de esta espiritualidad atea es el llamado “sentimiento oceánico”, descrito por Freud y retomado por autores como Comte-Sponville y Feliciano Mayorga. Se trata de una experiencia de unidad con el todo, de disolución del ego en la inmensidad de lo existente.
Este concepto bebe del neo-hinduismo advaita vedanta, pero su esencia es anterior a cualquier religión: es la capacidad humana de asombro ante el misterio de la existencia.
Aquí yace un punto crucial. El ateo no necesita mitologías para sentir que forma parte de algo mayor. La física cuántica, la ecología o el arte pueden evocar esa misma plenitud. Como escribió el poeta Jules Laforgue, el silencio es el lenguaje de lo inefable. Y el silencio, como el vacío en el budismo zen, no es ausencia, sino presencia pura.
Las religiones han monopolizado durante siglos el vocabulario de lo espiritual, pero eso no las hace
dueñas de su esencia. De hecho, dentro del cristianismo también hay prácticas que bordean la “espiritualidad sin Dios”: desde el pelagianismo (que reduce la salvación a esfuerzo humano) hasta el mindfulness desvinculado de su contexto religioso.
La autocrítica es necesaria: si la Iglesia quiere dialogar con esta corriente, debe reconocer que la espiritualidad no es un copyright eclesiástico.
La espiritualidad atea no es un oxímoron, sino un recordatorio de lo sagrado que habita en lo humano. Y aunque me enuncio como creyente cristiano; negar a Dios no implica renunciar al éxtasis de un amanecer, a la ética compasiva o a la búsqueda de serenidad. Como decía, la compasión disuelve la ilusión de separación. Y en esa disolución, incluso el ateo encuentra su epifanía.
En tiempos de crisis ecológica y alienación digital, esta espiritualidad ofrece un antídoto: reconectar con lo real, abrazar el misterio sin respuestas prefabricadas. Al fin y al cabo, como escribió San Agustín -ironías de la historia-, el corazón humano es una “gran pregunta”. Y las preguntas, más que a dioses, nos llevan a nosotros mismos.