Uno escucha esos discursos de los políticos en campaña y no sabe si poner atención a la cantidad de imprecisiones que dicen, si salir a respirar aire puro o ponerse a criticar a los que animan con aplausos el concierto. Estamos en campaña demagógica, en época electoral donde igual que el presidente de la República, muchos hablan desde la plaza pública para ganar el favor popular con promesas infértiles y apelando a los sentimientos ciudadanos con el fin de llegar al poder. Estamos en esa práctica desastrosa que fractura la democracia donde los políticos se toman el púlpito para tender la trampa de prometer lo que no habrán de cumplir. Para una muestra basta con mirar hacia la casa de Nariño. 
Cuando se presencie el próximo discurso político, recuerde que las soluciones de un demagogo no tienen un apoyo técnico ni una planeación estratégica, solo se construyen milimétricamente al tamaño de los problemas que requieren ser solucionados con urgencia en la comunidad. Sí, es un discurso acomodado sin evidencias ni estudios previos, son las mismas serenatas desalmadas que se le llevan a tres novias distintas en la misma noche; toda una estratagema que mira hacia el patio de la inconformidad, la desigualdad, la corrupción y la violencia. 
Hay unos candidatos que son más demagogos que otros, sin embargo, no basta con admirar estas malas costumbres en aquellos que no son de confianza, pues a menudo, también los políticos preferidos resultan prometiendo puentes donde no hay ríos y silenciando a sus contradictores con el regalo temerario de las bubucelas. ¡Cuidado!, prometer alimento para los niños de la Guajira, acceso gratuito a la educación superior, disminución en los intereses del Icetex o agua potable en la Costa Atlántica, no es un síntoma de entendimiento regional o de país por parte del candidato, es un repertorio aprendido como táctico, una trampa populista en la que es fácil caer llevados por falsas ilusiones. 
No hay mentira más astuta que la que dice aquello que el otro quiere escuchar: disminución de impuestos para la clase media, incentivos tributarios para los empresarios, matricula cero para los estudiantes y vivienda propia para las clases empobrecidas; trabajo para el desempleado, salud para los que están por fuera del régimen contributivo y así, la lista se hace larga. Normalmente al político se le conoce por su electorado, por eso vale la pena analizar cuáles son sus luchas, el peor síntoma es el de ese candidato que casa peleas con el que más conviene, el chivo expiatorio de la realidad nacional, el personaje odiado en el país que sirve de pretexto para promulgar el cambio; Gustavo Bolívar sabe bien que tocando el nervio uribista en Bogotá se asegura una buena cantidad de votos de muchos detractores del expresidente; y así, el oportunismo está a la orden del día. 
Como la descalificación y la actitud confrontativa de los gallos de pelea tiene lugar en todos los medios, pero nunca se llega al debate de ideas o de argumentos y mucho menos a consensos; es necesario quitar el apoyo a esos demagogos influenciadores, que han hecho de las redes sociales el escenario más confuso para una cultura política de calidad, porque son tan convenientes como ciertos personajes de la crónica nacional que van de partido en partido al amparo del mejor postor. Por eso al fijarse en la persona detrás del candidato y en sus propuestas, también hay que fijarse en su trayectoria y su gestión comprobada, porque, mirando por segunda vez a la casa de Nariño, hay políticos que no saben sumar, ni multiplicar, pero sí restan y, ante todo: dividen.