Causa alarma que se asegure que hoy Colombia es el productor del 70% de la cocaína que se comercializa en el mundo, peor si del 2016 al 2017 se tuvo un incremento mundial del 25% en la producción, hasta llegar a las 1.976 toneladas. Es un dato vergonzoso que acrecienta el estigma del país como epicentro del narcotráfico, del cual no hemos podido desprendernos pese a los grandes sacrificios hechos por décadas en la estrategia de persecución de los carteles de la droga y toda clase de políticas represivas en contra de ese negocio ilícito. El Informe Mundial sobre Drogas 2019 de las Naciones Unidas revela ese dato preocupante, que corresponde al cierre del 2017, cuando el área sembrada de coca en Colombia tuvo un incremento del 17% con respecto al 2016, llegando a las 171 mil hectáreas.
Desde luego que esto evidencia que en Colombia retrocedemos en lugar de avanzar en esta materia, pero la realidad es que las fallas no son atribuibles solo a nuestro país, sino que estamos ante un fenómeno global que no logra acertar en las mejores estrategias para vencer el problema de la producción, comercialización y consumo de las drogas, y donde se les da la espalda a experiencias exitosas para atacar toda la estructura del negocio desde una perspectiva de regulación y atención eficiente a los problemas de salud pública, como son los casos de Portugal, Uruguay e Islandia, por ejemplo. No se ha entendido que si se quiere atacar la oferta hay que comenzar por evitar la demanda, pero no solo con medidas policivas.
Ahora bien, en el informe sobre drogas de la Oficina Nacional para las Políticas sobre el Control de Drogas de los Estados Unidos, conocido también esta semana, se afirma que en el 2018 se observó un estancamiento en los cultivos ilícitos en nuestro país, lo que evidencia que se avanza por el camino correcto para derrotar el narcotráfico. Es la primera vez, desde el 2012, que no se observa crecimiento en el área sembrada, pero tampoco disminución, por lo que el desafío es que en los próximos informes haya una reducción considerable que le muestre al mundo la efectividad de nuestras políticas de erradicación de cultivos ilícitos.
Para acelerar el paso en la búsqueda de ese objetivo hay dos caminos. Uno, insistir en las aspersiones aéreas de glifosato para atacar los cultivos, aunque con las negativas consecuencias que se tendrían para la salud de los campesinos que habitan en esas zonas, así como para la fauna y demás flora que crece en esos lugares. Además, no puede perderse de vista que la Corte Constitucional ya se pronunció al respecto de los riesgos, y condicionó esta estrategia a la certeza de que no se tendrán efectos colaterales que perjudiquen a las comunidades en su salubridad.
El otro camino que, en nuestro criterio es el acertado, y a la luz de los buenos resultados del último año debería ser fortalecido en lugar de ser debilitado, es el programa de sustitución de cultivos, en el que las familias que actualmente siembran coca sean estimuladas a cambiar por otras clases de productos que les permitan una digna sobrevivencia. En los programas de erradicación voluntaria hay una importante fortaleza, que debe ser mejor aprovechada, además porque la lucha contra las expresiones de violencia en las zonas de cultivos ilícitos se ataca mejor si el Estado tiene de su lado a la comunidad. Simultáneamente a una sólida política de sustitución, la búsqueda de laboratorios para destruirlos, hará que no sigamos ejerciendo ese triste liderazgo de mayores productores de cocaína en el mundo.
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