Llamar “falsos positivos” a las criminales ejecuciones cometidas por miembros del Ejército en contra de ciudadanos inocentes probablemente sea un eufemismo, pero es tal la singularidad y la gravedad de esos hechos que cualquier denominación que se les otorgue siempre se quedará corta ante tanta barbarie. Sentir vergüenza también se queda corto frente a la manera en que se aplicaba la pena de muerte a civiles, solo para llenar estadísticas de supuestas bajas de subversivos en combate y ganar así beneficios y ascensos en el interior de las Fuerzas Militares.
El informe de la Justicia Especial para la Paz (JEP), en el que se habla de 6.402 ejecuciones de este tipo entre los años 2002 y 2008, con lo que la cifra inicial estimada por la Fiscalía se triplica, debe tener los sustentos necesarios para que se pueda llegar a la verdad de lo que ocurrió durante esos años, que coinciden con los periodos en los que estuvo al frente del país el expresidente Álvaro Uribe Vélez. No obstante, la gravedad de esos hechos es tal, que la cifra no debería ser el centro de la discusión en estos momentos, sino llegar al meollo de este crimen sin nombre y establecer quiénes convirtieron esta conducta en algo normal y cotidiano en el Ejército.
Los militares que saben de estos crímenes deben acudir a la JEP a contar con detalle todo lo que pasó y que los investigadores de esa jurisdicción logren corroborar esos testimonios y pruebas, y más adelante establecer con claridad posibles responsables, quienes deben recibir los castigos más severos que se les pueda aplicar por medio de este mecanismo de justicia transicional. Ahora bien, en esto también caben responsabilidades políticas, y en ese sentido resulta válido que el Congreso de la República dé un amplio debate en el que también sea escuchada la voz del gobierno, las instituciones militares y de otros actores que apunten hacia lograr la claridad.
Lo prioritario frente a estos crímenes es que las víctimas no solo sean tratadas con el respeto que merecen, sino que realmente sean puestas en el centro, porque la verdad que se logre establecer alrededor de estos hechos debe conducir a que se supere su dolor y compensar en algo su sufrimiento. En esto el país no puede equivocarse, cada avance en las investigaciones debe servir para que los familiares de los jóvenes asesinados de manera tan horrenda encuentren la paz interior y puedan ayudar a construir una convivencia civilizada entre todos los colombianos.
Contrario a meramente rechazar la supuesta falsedad del informe de la JEP, desde las distintas instancias del Estado se debe prestar una colaboración diáfana para que se avance en la verdad de lo ocurrido en el conflicto armado, y no desestimar las advertencias de organizaciones sociales y de derechos humanos que alertan acerca de la actual similitud con situaciones irregulares como las señaladas. El Estado tiene la obligación de proteger a los civiles que podrían ser víctimas de grupos ilegales de cualquier tipo, y de ninguna manera permitir que ninguno de sus miembros se comporte de manera criminal.