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El tenista número uno del mundo Novak Djokovic, serbio de 34 años de edad, prefirió aplazar o tal vez cancelar para siempre la posibilidad de imponer el récord de mayor ganador de la historia en el Grand Slam, a acceder a ser vacunado contra la covid-19 y así poder participar sin restricciones en el Abierto de Australia que actualmente se disputa sin su presencia. Su deportación por infringir las normas sanitarias de ese país resulta aleccionadora.
Una actitud tozuda que no solo lo tiene al borde de tampoco poder competir en el Roland Garros (22 de mayo al 5 de junio), sino de seguir siendo rechazado en todas las demás competencias a las que asistiría como el principal favorito para seguir cosechando triunfos, si no hubiese intentado burlar los controles a la expansión de la pandemia, que también se les aplica a los demás deportistas y sus delegaciones, así como al público que asiste a ver a las estrellas del tenis mundial.
Fue acertada la decisión del gobierno y de la justicia australiana, al señalar sin ambigüedades que nadie está por encima de las normas, y que el número uno del mundo también debería competir bajo las mismas reglas de todos los que estarán en las canchas. Aunque quienes lo conocen de cerca aseguran que Djokovic es una persona generosa y empática, no cabe duda de que su comportamiento se convierte en un pésimo referente que, incluso, ha sido capitalizado por los antivacunas que, con sus discursos disparatados, ponen en riesgo la salud pública internacional.
Resulta sorprendente e ilógico que quien ha logrado 9 de sus 21 triunfos en el Grand Slam en la cancha de cemento de Melbourne (Australia), y que llegaba a defender el título de la competencia anterior, se haya cerrado de manera tan absurda las puertas que, legalmente, le impiden ir a ese país en tres años, tras la reciente cancelación de su visa. Como ya lo han aceptado muchos otros deportistas de alto nivel, las reglas de juego hoy en el mundo es adaptarse a las exigencias del momento para contener la pandemia, y eso es algo que tiene que estar por encima de cualquier ego. El extenista sueco Mats Wilander, por ejemplo, expresó con mucha claridad: “Su carrera está en juego y es posible que tenga que hacer algo que no quiere”, pero pudo más la obstinación.
Lo ocurrido con Djokovic debe servir como paradigma de mal comportamiento para todos en el mundo, sin excepción alguna. Ya vimos en el pasado lo que le ocurrió al presidente brasileño Jair Bolsonaro en la Asamblea de las Naciones Unidas el año pasado, cuando no pudo ingresar al recinto de esa organización multilateral, pese a haber llegado hasta Nueva York sin cumplir plenamente los protocolos de bioseguridad. Por el contrario, es a los líderes de cualquier área a los que más hay que exigir que se acojan al orden y la disciplina.

Hay suficientes evidencias acerca de la seriedad de la actual emergencia sanitaria, y también bastante sustento acerca de la utilidad de las vacunas para ser diques de protección ante la expansión de la pandemia, por lo que todo aquello que vaya contracorriente debe ser controlado. Lo ideal sería que, sin tener que llegar a decisiones de obligatoriedad en la inoculación, todos nos esmeremos suficientemente para cuidar la propia salud y la de quienes comparten espacios con nosotros.