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Nadie, como Donald Trump, ha puesto en peor peligro la democracia en el mundo desde que ese sistema de gobierno se afianzó en Occidente, hace cerca de 250 años. Lo ocurrido ayer en Washington, cuando azuzados por el huésped de la Casa Blanca seguidores del republicano ingresaron a la fuerza a la sede del Congreso, para torpedear la validación que el Legislativo hacía de la elección del demócrata Joe Biden como presidente de los Estados Unidos, encarna una amenaza de proporciones inusitadas, debido a que ocurre en el país más poderoso del mundo.
El discurso del mediodía, en el que Trump prometió que “nunca” concederá la derrota e instó a los manifestantes a marchar hacia el Capitolio es una incitación a la violencia, sin precedentes, alentada desde la propia Presidencia de ese país. De hecho, dicha irresponsabilidad ocurrió luego de que el vicepresidente Mike Pence, de manera honesta y racional y con la aseveración de que ama la Constitución, decidió no hacer caso a la insensatez de su jefe de invalidar los votos que legalmente fueron adoptados por el Colegio Electoral hace tres semanas, y que certificaron la victoria de Biden. Pence tuvo que ser evacuado de ese edificio para evitar una eventual agresión de los trumpistas enardecidos.
Las distintas presiones que vienen sufriendo desde la Casa Blanca diferentes niveles e instancias de los poderes judicial y legislativo, tras la contundente derrota del republicano, evidencian un ansia de Trump de romper en mil pedazos el Estado democrático y evitar a toda costa la llegada del líder demócrata a reemplazarlo. Estamos ante un ebrio de poder que no acepta las reglas de la democracia y que está empeñado en mantenerse en el poder usando toda clase de herramientas peligrosas, sin que le importe que su país pueda encenderse en una polarización sin retorno.
La llamada conocida esta semana en la que Trump habla con un alto funcionario de Georgia, acerca de la necesidad de voltear allí los resultados de las elecciones, evidencia la enfermedad de poder y los niveles de ilegalidad a los que está dispuesto a llegar el presidente estadounidense con tal de no dar su brazo a torcer. Pese a que en todos los escenarios posibles han encontrado rechazo sus pretensiones autoritarias, este líder malsano se empeña en derribar lo que esté a su paso para tratar de quedarse en la sede de gobierno. Una insensatez llamada “Salvar a EE.UU.”, cual Mesías, que puede salirle demasiado cara al mundo entero.

Para peor suerte de Trump, ayer en la segunda vuelta para dos curules en el Senado, en Georgia, los candidatos demócratas (el reverendo Raphael Warnock y Jon Ossoff) parecían sacar ventaja suficiente para hacer mayoría en el Congreso, lo que le dejaría el camino despejado a Biden para hacer cambios radicales a diversas políticas implantadas por el republicano en su agónica administración. El mundo espera que reine la sensatez y que el próximo 20 de enero el nuevo presidente se pueda posesionar sin inconvenientes. En eso las democracias del mundo tienen que exigirle a Trump que deje de poner palos en la rueda de la historia, en la que no hay duda que es un perdedor, un mal perdedor.