Hoy empieza la tercera semana de 2024, aunque mi sensación es la misma que describió Gabriel García Márquez luego de un viaje largo en avión: el cuerpo llega puntual pero el alma lo hace días después. Acá estamos entrando en la segunda quincena de enero con la mente todavía en diciembre, aunque las alzas en los peajes y las listas de útiles escolares ratifiquen que la vida ya siguió.
Hablo de la mente que aún sigue en vacaciones, aunque sé que hay quienes permanecen en el año pasado por otros motivos: hay duelos que anclan a épocas idas y dificultan reanudar la marcha. Pienso en quienes tuvieron una pérdida en 2023 y pasaron este fin de año por primera vez sin sus seres queridos. Los que estrenan un vacío que punza y notan el contraste entre los días soleados y los brindis ajenos con el invierno que habitan y que por estos días festivos se hace aún más frío.
Las vacaciones son, en mi caso, la dicha de tener más horas para las cosas que disfruto: viajar en familia, leer y ver películas. Aunque podría escribir esta primera columna del año sobre alguna de las noticias tremendas con las que este 2024 empuja para instalarse en la agenda, prefiero estirar el 2023 hasta donde sea posible y reservar este espacio para el asombro gozoso que son los días de descanso. El deleite y la sorpresa ante las cosas sencillas y la vida lenta que empieza cada jornada sin necesidad de que suene el despertador.
Una de las lecturas que disfruté en esta temporada fue “Asombro”, un libro que Tomás González publicó en 2021. Es una compilación de textos cortos en los que el escritor reflexiona sobre la vida, el tiempo, la escritura, el amor, los amigos, la vejez, la muerte, la memoria y las cosas que importan y que no aparecen en los noticieros. Tomás González escribe: “¿Para qué, entonces, vinimos a este mundo? Vinimos a admirarlo, digo yo”. Esa certeza la reitera 130 páginas después, cuando habla de una idea que atraviesa su obra: “la convicción de que la vida, mi vida, solamente por haberme dejado ver la belleza de lo que es bello y también de lo terrible, ya ha valido la pena”.
La vida contemporánea consiste en acumular minutos frente a las pantallas: días laborales frente al computador y horas de descanso navegando por redes sociales desde el celular o revisando títulos de películas en el televisor. Admirar el mundo, ver la belleza, exige hoy desconectarse: fijar la mirada en el horizonte, en el mar, el nevado, los guayacanes, los yarumos, los colibríes, los guatines, las iguanas gigantes que cruzan algunas carreteras, y asombrarse ante tanta vida y tanto verde que nos rodea.
(La Patria informó esta semana que un puma y dos cachorros merodean en la vereda Montaño, de Villamaría, y aunque hace cinco párrafos dije que hoy no comentaría noticias de actualidad, las de los pumas en nuestro entorno siempre serán una excepción digna de asombro).
Hay que desconectarse pero a veces, ante un paisaje que me conmueve, saco el teléfono para grabar un video corto con el sonido ambiente. Me gusta capturar esas imágenes de la naturaleza en movimiento para verlas algún miércoles de abril o septiembre, en medio del estrés cotidiano. Son mi terapia personal para recordar que también he visto la belleza y que esos pequeños momentos sublimes son recompensas que se pueden repetir o revivir.
Hace dos semanas, por ejemplo, grabé unos segundos desde un puente sobre el Río Cauca, ese caudal indómito lleno de remolinos, peces y misterios. En el vídeo se escucha la brisa fuerte de las cinco de la tarde y la imagen se ilumina con la luz naranja del atardecer. Cuando lo vea recordaré los 35 grados a los que estábamos, porque Río Cauca significa tierra caliente, la magia pasmosa que son los ríos, agua que viaja desde el páramo hasta el océano, y el ánimo despreocupado y ligero de los días de paseo.
Mañana empieza en serio este 2024. Deseo que al final del año sigamos todos, completos, y que el torrente de subidas y bajadas que llega deje remansos para asombrarnos ante la belleza y disfrutar la serenidad, que es una forma de felicidad.