Esta semana tres columnistas de La Patria participamos en la clausura de la Cátedra de Historia Regional de Manizales y Caldas, un espacio de críticas y risas sobre la tragicomedia actual de nuestra ciudad. Nos faltó el llanto que, por lo visto con el alcalde ante el Concejo, es una estrategia útil para seducir al público. La asesoría en comunicaciones que contrató el alcalde por más de $1.200 millones le debe haber sugerido tips emocionales para contrarrestar el rechazo que genera.
En el curso de la Cátedra de Historia Regional, una pregunta dirigida a Alejandro Samper me hizo recordar el poema «Alta traición», de José Emilio Pacheco. La inquietud surgió luego de que el público escuchó nuestras críticas sobre asuntos locales, que son las mismas de las charlas con amigos y las redes sociales: el colapso vial (movilidad “tetraplégica”, la llamó Samper); las trochas que tenemos por carreteras intermunicipales; la desconfianza ante los políticos; la corrupción, la exclusión y el largo etcétera del Memorial de Agravios que cada cual quiera sumar. Pues bien, luego de la cantaleta un joven preguntó que cuando criticábamos así con quién nos comparábamos. En ese interrogante pertinente había una duda, pero también una queja: ¿si aquí les parece tan malo, entonces qué les gusta?
Alejandro respondió con elegancia: dijo que no había que mirar hacia otra ciudad, sino hacia otra época. En la tarima había una maqueta del cable aéreo que hace 100 años empezó a comunicar a Manizales con Mariquita, y ese es apenas uno de los muchos ejemplos de creatividad, riesgo y pujanza que llevaron a este territorio a ser líder en décadas pasadas (la palabra líder, tan manoseada en estos días, da para otra columna).
A mí, como escribí hace dos párrafos, la pregunta me llevó al poema «Alta traición», de José Emilio Pacheco, que hace poco citó Alejandro Gaviria en «Tercera vuelta», el pódcast en el que charla con el escritor Ricardo Silva Romero (contar por qué abandoné la radio y me pasé a los pódcast da para otra columna).
«Alta traición» dice: “No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques de pinos, / fortalezas, / una ciudad deshecha, / gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas / -y tres o cuatro ríos”.
Si reemplazo “patria” por “ciudad” o “departamento” el poema me habla con igual fuerza. Detesto el nacionalismo, el patrioterismo y me parecen peligrosos los discursos que glorifican identidades nacionales o regionales, aunque eso, quizá, sea alta traición. Cuando escriben que Manizales es “el mayor desafío de una raza” me perturba que usen un lema de 1985, cuando hoy sabemos que la explotación de las razas conduce al racismo y que todos pertenecemos a una sola raza: la humana. Cuando oigo que Manizales es “ciudad señorial” me pregunto a qué tipo de señora se refieren, si ese modelo de mujer todavía existe, y si no sería deseable que se extinguiera. Desconfío de la emoción localista o nacionalista, porque no somos mejores, ni siquiera en fútbol: Ecuador fue al Mundial y Pereira juega hoy la final contra el DIM. Y ojalá gane.
Los discursos regionalistas son el envés de “si aquí les parece tan malo…”. Son relatos en donde las líneas de la cartografía definen entelequias como “acá somos mejores que ustedes” (o peores, según el caso) y avivan una dañina rivalidad regional. Por eso el reclamo que nos llega a quienes escribimos en prensa, según el cual “ustedes sólo ven lo malo”, es también un lamento regionalista: “¿por qué no te dedicas a exaltar nuestras maravillas?”.
Y ante eso confieso que le tomo fotos al Nevado; me emocionan los atardeceres; soy feliz en el Festival de Teatro y oyendo a la Orquesta Sinfónica de Caldas; me entristeció el supuesto cierre de Juan Sebastián Bar; disfruto los acordeones de La Suiza y amo profundamente a varios amigos, parientes, compañeros y exalumnos que habitan en esta ciudad y que son el 0,001% de la población. Por esos afectos que me conmueven es que dedicar esta columna a escribir sólo loas, alabanzas y lagartadas sería, esa sí, una alta traición.